Me descalabró de tal modo lo que acababa de decirme que dejé el papel que metendía, sin leerlo, sobre mi escritorio.—¿Qué? —fue todo lo que atiné a preguntarle.Sandoval caminó hasta la ventana y la abrió de un tirón. El aire frío del atardecerpenetró en la oficina. Se acodó en la baranda y maldijo, en un tono de desolacióninfinita:—La recontramil reputísima madre que lo remil parió.Lo primero que hice fue llamar a Báez, con la urgencia de la desesperación y concierta furia torpe de pretender pedirle explicaciones a alguien de confianza como si deesa persona fuera la culpa de lo ocurrido.—Déjeme ver. Ahora lo llamo —dijo, y colgó.A los quince minutos se comunicó conmigo.—Es así, Chaparro. Lo soltaron anoche, con la amnistía que dictaron para lospresos políticos.—¿Y desde cuándo ese hijo de puta es un preso político? —vociferé.—De eso no tengo ni idea. No se ponga así. Deme un par de días para averiguarqué pasó y lo llamo.—Tiene razón —recapacité—. Discúlpeme. Es que no me cabe en la cabeza quehayan soltado a semejante basura, y encima con lo que costó agarrarlo.—No se disculpe. A mí también me da bronca. Igual no es el único caso, no crea.Ya me llamaron dos más por lo mismo. Estoy pensando que mejor nos vemos en uncafé. Digo, para no andar hablando por teléfono.—De acuerdo. Y gracias, Báez.—Hasta luego.Colgamos. Me volví hacia Sandoval. Seguía acodado en la baranda de la ventana,con la vista perdida en los edificios de la vereda de enfrente.—Pablo —intenté hacerlo volver en sí.Se volvió hacia mí.—Mirá que hay pocas cosas de las que uno pueda sentirse orgulloso, ¿eh?Giró de nuevo hacia la ventana. Creo que entonces tomé conciencia de loimportante que había sido para él su participación estelar en la indagatoria de esemalparido. Y esa especie de condecoración íntima acababa de hacérsele trizas. Supeque su rostro vuelto hacia la calle Tucumán debía estar húmedo de lágrimas. En esemomento el dolor por mi amigo fue más fuerte que la bronca que sentía por lo queacababa de ocurrir con Gómez.—¿Qué te parece si nos vamos a cenar por ahí? —pregunté.—¡Buena idea! —no pudo evitar el sarcasmo—. ¿Querés que te enseñe a beber whisky hasta que te desmayes? El problema es quién va a venir a buscarnos en taxi alos dos.—No, tarado. ¿Y si vamos a tu casa, cenamos con Alejandra y le contamos?Me miró como un chico que acaba de pedir que lo lleven al cine y al que, encambio, se pretende conformar con un chupetín bolita. Supongo que el estrago quevio en mi propio rostro sirvió para hacerlo entrar en razones.—De acuerdo —respondió por fin.Dejamos el oficio sobre mi escritorio, apagamos la calefacción y las luces ypasamos todas las llaves. Bajamos. Era tarde y como la puerta de Tucumán ya estabacerrada, tuvimos que salir por Talcahuano. A punto de tomar el colectivo, Sandovalme dijo que esperase. Corrió hasta un puesto de flores y compró un ramo. Cuandovolvió a alcanzarme dijo, con voz amarga:—Ya que vamos a portarnos bien, hagámosla completa.Asentí. El colectivo vino enseguida.
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La pregunta de sus ojos
Mystery / ThrillerHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...