Isidoro Gómez pasó un mes entero preso en Devoto antes de decidirse a ir a lasduchas. En ese lapso apenas si pegó un ojo, de a ratos, y siempre a la luz del día,porque durante las noches se mantuvo erguido en su litera con los puños apretados ylos ojos fijos en las otras camas, acechando a sus vecinos para precaverse decualquier ataque. La mayor parte del tiempo diurno lo pasó sentado en algún rincónapartado, o acodado en el alféizar de las ventanas de barrotes gruesos, mirando sindisimulo a sus compañeros de pabellón. En todo el mes no bajó la guardia, niabandonó la expresión de gallo de riña listo para el asalto.El trigésimo día de su detención se decidió por fin y avanzó con ademán resuelto,el pecho inflado, el ceño fruncido, por el pasillo que separaba las dos hileras decuchetas y que conducía a las duchas. Creyó advertir, complacido, que un par depresos se hacían levemente a un lado para darle paso.Más tranquilo, más seguro, Gómez avanzó hasta detenerse junto a un banco demadera de listones grises y se quitó la ropa. Caminó sobre el piso húmedo del sectorde duchas y abrió el grifo. Le produjo una agradable sensación de bienestar el chorrode agua dándole en el rostro y resbalando por su cuerpo.Cuando sintió un carraspeo a sus espaldas, se dio vuelta y crispó los puños, en ungesto tal vez más tenso y más veloz de lo que hubiese deseado. Dos presos lo mirabandesde el acceso a las duchas. Uno de ellos era corpulento, alto, un verdadero roperode piel oscura y apariencia de criminal hecho y derecho. El otro era flaco, de estaturaregular, con la piel y los ojos claros. Fue este último el que se avanzó unos pasos yadelantó la diestra para saludarlo.—Hola. Por fin te estás sacando la mugre, querido. Yo soy Quique, y este esAndrés, aunque todos le dicen Culebra —su manera de hablar era la de una personaeducada y afable.Gómez retrocedió contra la pared y alzó un poco la guardia. De nuevo sus puñosestaban cerrados.—¿Qué carajo querés? —preguntó en el tono más seco y agresivo del que fuecapaz.El otro no pareció darse por enterado, o quiso pasar por alto la reacción.—Venimos a ser algo así como tu comité de bienvenida, che. Ya sé que estás acáhace un montón, pero qué querés. Recién ahora te estás aflojando un poquito, ¿no?—Flojo las pelotas.El rubio pareció genuinamente sorprendido.—¡Ay, che, qué modales! ¿Te cuesta mucho ser un poco más simpático? Mirá quehaciéndote el asqueroso acá no ganas nada...—Lo que haga o lo que deje de hacer es asunto mío, puto de mierda. El rubio abrió grandes los ojos y la boca. Se volvió hacia su compañero, comoinvitándolo a intervenir o pidiendo una explicación. El otro se dio por aludido yabandonó el marco de la puerta para hablar erguido.—Cuida la boca, petiso, porque si no se la voy a sacar por el culo.—Pará, Andrés. Tampoco le digas así, se ve que el pobre...El rubio no pudo terminar porque recibió un súbito empujón de Gómez que lolanzó contra la pared y le hizo golpear la nuca contra los azulejos. Lanzó un chillido yresbaló hasta quedar sentado. El rostro de su amigo se transformó en una mueca defuria y en dos trancos estuvo frente a Gómez: le llevaba dos cabezas de talla.—Te voy a cagar a patadas, enano de mierda.—Enano la concha de tu madre, negro puto... —alcanzó a retrucar Gómez, perono pudo continuar porque el morocho lo sentó de un trompazo y, antes de que pudierareaccionar, le aplicó un puntapié feroz en el pecho, que lo dejó sin aire.Gómez intentó reptar para alejarse, pero el piso encharcado de agua jabonosa sele hacía demasiado resbaladizo. Apenas logró ocultar la cabeza y el pecho entre losbrazos, haciéndose un ovillo. El morocho se aferró a una canilla para no resbalar y laemprendió a patadas contra la espalda de Gómez, con la fiera despreocupación dequien patea una pelota contra un frontón. Se escuchaba, de tanto en tanto, un quejidosordo. Varios curiosos, alertados por el tumulto, se acercaron a los baños y llamaron aotros a los gritos. Uno de los advenedizos llamó al Culebra con un chistido. Lealcanzaron una faca.—¡Tomá, Culebra! ¡Reventalo y listo, varón!El aludido asió el arma con cuidado para no cortarse.—¡Pará, Andrés, no hagas locuras! —la voz del rubio era un ruego desesperado,mientras intentaba ponerse de pie.—No te calentés, Quique —la voz del morocho ahora era dulce, cariñosa, con unmatiz divertido, como si lo conmoviese la desesperación de su compañero.Giró hacia el lado en el que había dejado a Gómez retorcido de dolor. Pero sucontrincante había aprovechado la pausa para sentarse. Se tomaba el abdomen con lasmanos. La espalda le dolía más todavía, pero no tenía modo de palpársela. El Culebrapareció dudar acerca de si continuar el castigo o llevarle el apunte a su socio. Variosde los curiosos lo alentaban para que ensartara al novato con la faca.Porque la patada que le lanzó Gómez a la altura de los tobillos resultósorpresivamente violenta, o porque lo tomó desprevenido, o porque tenía los piesdemasiado juntos sobre el piso jabonoso, el Culebra cayó hacia atrás como si el suelohubiese dejado de existir bajo sus plantas. Instintivamente pretendió apoyar lasmanos para aminorar la violencia del impacto inminente, pero como en la derechatenía aferrada la faca, al dar contra las baldosas el filo se le hundió en la palma y lamuñeca. Ahora fue su turno de lanzar un grito destemplado. El rubio saltó sobre él para auxiliarlo y casi al instante volvió a erguirse con las manos y la camisaempapadas de sangre y un aullido de pánico en la garganta.Gómez, que seguía tendido y había visto todo de costado, advirtió que seacercaban varias figuras presurosas en su dirección, hasta que lo cegó un nuevopuntapié que le dio en la mandíbula.
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La pregunta de sus ojos
Mystery / ThrillerHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...