FOJAS

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Chaparro sujeta el primero de los cuerpos y lo acerca hacia la luz de la lámpara.Tiene dos carátulas de cartón, sucesivas. La de abajo, en grandes letras hechas conmarcador negro, dice «Liliana Emma Colotto s/homicidio», y los datos del Juzgado.La otra, la exterior, dice en cambio «Isidoro Antonio Gómez, homicidio calificado,art. 80 inc. 7 del Código Penal». Abre el expediente y, aunque no repara en ello, setopa con las mismas actuaciones policiales, las mismas declaraciones testimoniales,la misma pericia forense que revisó en agosto de 1968, cuando le ordenaron sobreseersin procesados y él decidió hacerse olímpicamente el otario.Avanza algunas páginas. Aunque se arrepiente casi de inmediato, no puedesustraerse al impulso de volver a mirar las fotografías de la escena del crimen. Treintaaños después, Liliana Emma Colotto de Morales sigue tendida sobre el parqué deldormitorio, abandonada y desvalida, los ojos fijos y muertos muy abiertos, la pielcárdena en el cuello. Chaparro siente el mismo pudor que el día del asesinato, porquerecuerda las miradas lascivas de los policías que rodeaban el cuerpo antes de queBáez los sacara carpiendo, y no está seguro de si su pudor tiene que ver con esasmiradas o con evocar su propio deseo obsceno de perderse él también en lacontemplación de ese cuerpo maravilloso que acababa de morir.Avanza dando vuelta, una por una, las hojas de la autopsia pero no las lee, nisiquiera a saltos. Entrecierra los ojos y se concentra en el perfume a viejo que esashojas sueltan en el aire quieto del Archivo. Llevan allí más de veinte años,encimadas, unas sobre las otras, y Chaparro no puede esquivarle el bulto a unaimagen que lo seduce desde niño. Se imagina siendo él una de esas hojas. Unacualquiera. Se piensa aguardando años y años, en la más completa oscuridad, con elrostro pegado a la hoja de enfrente, inundado a perpetuidad por la lustrosa suavidadde la página contigua. Si uno es una de esas hojas —piensa Chaparro—, los pasosque a intervalos de meses o de años retumban en el pasillo no sirven para medir eltiempo. Alcanzan apenas para sondear la profundidad pavorosa de la soledad. De repente, sin aviso, sin síntomas que anuncien el cataclismo y le permitan prepararse,siente una sacudida. Otra. Otra más. Lo marea un súbito balanceo, ligeramenterítmico, como si alguien estuviese trasladando hacia algún sitio la uniforme masa depapel que a uno lo protege o lo aprisiona. De nuevo la quietud, pero un rumor dehojas que pasan de un lado a otro. Y de repente la herida enceguecida de la luz en elmomento en que le toca a él, o a la página que él es, a la hoja en la que se haconvertido. No desaprovecha esta oportunidad de volver a ver el mundo, aunque laCreación se halle circunscripta a un rostro, un rostro de hombre, de hombre maduro,de pelo grisáceo, de ojos pequeños, de nariz aguileña, que apenas lo contempla y enseguida gira la cabeza hacia la página que sigue, esa que ha estado durante años yaños con uno, contra uno, piel sobre piel, letras sobre letras. Y después, la manoensombrece la superficie porque avanza hacia la esquina y levanta esa hoja vecinahacia uno y vuelven a fundirse en el instante exacto en el que la luz se extingue otravez y uno comprende que acaba de iniciar otra eternidad de oscuridad y silencio.A Chaparro lo acomete una absurda piedad mientras imagina la repentinaesperanza y el catastrófico desengaño que sus manos generan en cada una de lashojas, a medida que avanza en su recorrida. Pero cuando llega a la foja 208, casi alprincipio del segundo cuerpo, se detiene porque ha llegado a destino.Es un decreto de cuatro líneas, tecleado con su Remington, sin lugar a dudas. Las«e» se levantan un poco de la línea que forman las otras letras. Las «a» tienen lapanza rellena porque la tecla está muy gastada.Una comparecencia, falsamente fechada a mediados de agosto de 1968, en la queRicardo Agustín Morales manifiesta tener datos relevantes para el esclarecimiento delhecho. Un poco más abajo, un decreto firmado por el juez Fortuna Lacalle ordenandoampliar su declaración testimonial.A fojas 209, la declaración testimonial de Morales, con una fecha ficticia deprincipios de septiembre. Es un texto sensiblemente más largo que los otros, en el quepor primera vez aparece el nombre de Isidoro Antonio Gómez. A fojas 210, un nuevodecreto de fecha 17 de septiembre ordena librar oficios a la Policía Federal y a la dela provincia de Tucumán solicitando la «averiguación de paradero y comparendo» delcitado Gómez. Todo lleva las firmas del juez y el secretario. La de Fortuna Lacalle esenorme, presuntuosa, llena de firuletes inútiles. La de Pérez es pequeña y anodina,como su autor.Chaparro mira la hora. Siente los ojos un poco irritados. Esa lámpara encendida,sola en medio de la oscuridad, le ha enturbiado la vista. Es casi mediodía, y elarchivero va a ponerse nervioso si no lo ve salir pronto. Es difícil que en su libro citetextualmente estos tediosos despachos judiciales. Pero le han servido para volver alclima de esos días. A esos encuentros estériles que mantenía con Morales para nodesahuciarlo de un plumazo, o para decirle en todo caso poco a poco que la causa estaba agonizando porque no había a quién echarle la culpa. Al calor insoportable deese diciembre de infierno.Chaparro se incorpora y emprolija los cuerpos de la causa uno sobre otro. Noapaga la lámpara, porque teme desorientarse por completo si recorre ese pasillo aoscuras. Desanda el camino hacia la entrada haciendo el zigzag que el empleado le harecomendado. Cuando le falta poco para llegar, se sobresalta al torcer uno de losúltimos recodos. Allí, en uno de los pasillos estrechos, con las piernas estiradas y losojos fijos en el anaquel de enfrente, está sentado el viejo. Chaparro siente la mismaaprehensión helada que lo asaltaba cuando iban a casa de su tía Margarita, que eraciega de nacimiento. Al final de la visita, al anochecer y mientras los acompañabahasta la puerta, la tía apagaba las luces a medida que avanzaban hacia la entrada, parano olvidarse ninguna encendida y «gastar electricidad al cuete». Cuando lo despedíatendiendo la cara absorta hacia él, para que la besara en la mejilla, el pequeñoBenjamín veía la casa en tinieblas a las espaldas de la anciana. La imagen de su tíasentada, por ejemplo cenando, hundida en la negrura, o recorriendo a tientas elagujero sin fondo de las habitaciones, lo seguía hasta que tomaba el tren, en Floresta.Y lo aterraba.Chaparro se despide del empleado con un lacónico «Buen día» y sale del Archivocasi corriendo. Sube a la planta baja del Palacio y poco después se alegra derecuperar la Buenos Aires aturdida de sol y de sonidos que lo espera en lasescalinatas de Lavalle.Tres horas después, si algún transeúnte atinara a pasar por la vereda de su casa deCastelar, podría escuchar, en el absoluto silencio de la calle, el tableteo frenético deuna máquina de escribir, o ver por el ventanal la silueta de Chaparro inclinado sobreel escritorio y sobre esas teclas que trazan los párrafos de la que al parecer es lasegunda parte de su historia. De todos modos, nadie lo escucha ni lo ve. La calle estádesierta.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora