TELEFONO

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Chaparro sabe que se arrepentirá de llamarla, pero, como todo lo que tiene quever con ella, también la posibilidad de escuchar su voz lo atrae con una fuerzairresistible. Por eso ha estado avanzando paso a paso, y arrepintiéndose de hacerlomomento a momento, desde el instante en que alumbró la idea hasta que la oyelevantar el auricular.Comienza diciéndose que necesita saber un dato puntual del sumario. ¿Es ciertaesa necesidad? Primero se responde que sí, porque después de treinta años un montónde datos menores (fechas, lugares, el encadenamiento preciso de ciertos detalles)conservan apenas un registro borroso en su memoria. Pero en seguida se objeta quesemejante prurito es obsesivo, desmesurado. ¿Importa tanto saber si la causa haestado inactiva durante cinco meses o durante seis? No está documentando unaprisión preventiva, sino narrando una tragedia de la que ha tenido el dudoso honor deser una mezcla de testigo y protagonista. Tanta rigurosidad es, entonces, innecesaria.Pero ese razonamiento tan equilibrado no lo sustrae a la minúscula obstinación derevisar la causa. Demora dos días, durante los cuales apenas consigue pergeñar un parde páginas inservibles, hasta ser capaz de confesarse que la idea de revisar elexpediente lo cautiva solo porque le da una excusa cristalina y aséptica para visitar aIrene.Ella sabe —él se lo ha contado— que está «escribiendo su libro». Bien. Es naturalque un escritor necesite cotejar un par de datos tan antiguos. Macanudo. La causa estáen el Archivo General, en el subsuelo del Palacio. ¿Qué mejor atajo para facilitarle aChaparro el acceso al viejo expediente que un llamado informal de la jueza deinstrucción del Juzgado en el que se ha tramitado esa vieja causa? Redondo. Tendrá laoportunidad de tomar un café con Irene y de darse aires de escritor en acción. A ellale gusta ese proyecto en el que lo ve embarcado. E Irene se pone más hermosa todavía cuando habla de algo que la entusiasma. Por lo tanto, excusa perfecta. ¿Porqué, entonces, se pone tan nervioso, y retrocede justo antes de decidirse a llamarla?Precisamente porque todo es un pretexto. En el fondo es así de simple. Todo es, alcabo, una coartada para estar cerca de ella. Y Chaparro se siente morir ante la mínimaposibilidad de quedar expuesto delante de la mujer a la que ama.Él conoce a la gente del Archivo. La mayoría ha entrado al Poder Judicial despuésque él. Si se presenta en la mesa de entradas y pide ver un expediente, difícilmentevayan a ponerle objeciones. Y aun en ese caso, siempre tiene la posibilidad de pedirleal pibe García, el secretario, que llame desde el Juzgado para que le allanen elcamino. ¿Qué sentido tiene entonces recurrir a Irene?Ninguno, salvo tener cinco minutos a solas con ella con una coartada sólida detrásde la cual guarecerse. Sin una pantalla así, no puede. Aunque quiera, no lo logra. Leda terror empezar a incendiarse desde las tripas hacia fuera, atropellarse en laspalabras, largarse a tiritar y a sudar frío.Es ridícula su vergüenza. Sobre todo tratándose de dos personas grandes. ¿Porqué no decirle sencillamente la verdad? Visitarla en su despacho sin pretextos, y darlea entender lo que siente. Son adultos. Debería bastar con algunas medias palabras,algún gesto mundano que a ella le dé a entender su interés, y que Irene se imagine elresto.¿Por qué no puede hacer eso? Porque no. Por eso. Porque lleva tantos añoscallándoselo que Chaparro prefiere que lo entierren con la verdad a cuestas antes quesoltar de mal modo una versión edulcorada, dietética, digerible de lo que siente porella.No puede presentarse y decirle con naturalidad: «Mirá, Irene, quería que supierasque te amo con locura desde hace unas tres décadas, con ciertos períodos menosvirulentos durante los muchos años en que no trabajamos juntos».Chaparro deambula como un autómata por la cocina y el comedor. Abre y cierracincuenta veces la heladera. Está tan enroscado en su disyuntiva que, aunque en casitodos sus paseos, tarde o temprano, se detiene frente al escritorio, es incapaz deadvertir que esas hojas desparramadas son, pese a todos sus pronósticos fatalistas, elembrión de su dichoso libro.Mira el teléfono por centésima vez, como si el aparato pudiera ayudarlo adecidirse. Súbitamente da un par de pasos hacia él, y las pulsaciones se le aceleran.Ya está arrepentido de lo que va a hacer antes de marcar los tres primeros números,pero sigue adelante, porque está decidido a materializar su deseo al mismo tiempoque se arrepiente de su decisión, en esa mezcla de cinismo y esperanza que es el sellode su vida.Marca el directo del despacho de ella. No tiene el menor interés en que susantiguos empleados se enteren del llamado. Atienden al tercer timbrazo «¿Hola?». Es la voz de Irene. A Chaparro vuelve a sorprenderlo esa casiimperceptible señal de independencia de criterio en la mujer a la que adora: todo elmundo, apenas ingresa en Tribunales, copia de sus compañeros la burocráticafórmula de responder el teléfono identificándose con un monocorde «Juzgado» o«Secretaría», o, en el colmo de la amabilidad, le agrega un «buen día». Irene no.Desde su primer día en el Poder Judicial decidió iniciar sus conversaciones conese «¿Hola?» cálido y familiar, como si estuviese atendiendo un llamado de suabuelita. Chaparro lo sabe porque fue su primer jefe. Acababan de ascenderlo aoficial primero cuando Irene ingresó como meritoria a la Secretaría. En una decisiónde la que luego se arrepentiría a medias, no la tuteó cuando se la presentaron. Lohabían educado en un respeto severo por las mujeres, aun por las jovencitas reciénsalidas del secundario que se aproximaran tendiéndole la mano y saludándolo con unlacónico «Encantada». Por eso le lanzó un «Cómo le va, un gusto tenerla connosotros». Chaparro tenía entonces veintiocho años, diez más que su nuevaempleada, y estaba convencido de que un jefe debe mantener siempre claras lasjerarquías con los subordinados. Había titubeado un poco al mirarla a los ojos, porqueesa chica miraba al fondo de los ojos de uno, y era como si le embocara una pedradacertera en las propias órbitas con sus iris negrísimos. Salió del paso soltandoenseguida la mano que ella le había tendido y derivando de inmediato en elescribiente la tarea de instruirla en sus labores básicas. Como estaban de turno ytapados de trabajo, la pusieron a atender el teléfono. Al cuarto o quinto «¿Hola?» dela nueva meritoria, Chaparro había creído oportuno explicarle, desde el más estrictovirtuosismo tribunalicio, que era infinitamente más útil que su expresión al levantar elteléfono fuese «Secretaría 19» en lugar de ese otro saludo tan coloquial y doméstico,porque ahorraba en la conversación el tiempo que debería emplear su interlocutor ensobreponerse a la sorpresa de su excentricidad y en verificar que había efectivamentellamado a un Juzgado. Ya antes de terminar su exposición Chaparro se había sentidoun idiota, aunque no estaba seguro si por la estupidez intrínseca de su recomendacióno por el gesto púdicamente divertido con el que lo miró Irene, quien pese a todoasintió un par de veces, como aceptando la observación. No obstante, cuando tresminutos después el teléfono volvió a sonar, ella contestó con un «¿Hola?» tanfamiliar y tan escasamente jurídico como todos los anteriores. No había osadía en suvoz. No la animaba ni el más minúsculo desafío. Tal vez por eso Chaparro no pudoenojarse y dio el asunto por terminado.Irene siguió respondiendo así durante toda la vida, como este día de agosto,treinta años después de su primer encuentro, cuando él termina de dar vueltas por sucasa, de rondar el teléfono, de levantar el tubo y de volver a colgarlo veinte veces,hasta que finalmente decide —o no puede evitar, lo que en Chaparro es más bien elmodo en que germinan las decisiones profundas— llamarla a su despacho, y recibe ese «¿Hola?» que le hace saltar el corazón en el pecho.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora