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«Lo único que le pido a Dios es que Sandoval hoy no se venga en pedo», pensé esamañana al entrar al Juzgado. Casi no había dormido la noche anterior. No solo habíavuelto a casa tardísimo (me dio culpa, porque Marcela me había esperado despierta),sino que había tardado una barbaridad en dormirme. ¿Qué pasaría si el juez seavivaba de que yo intentaba tomarlo por idiota? ¿Valía la pena correr semejanteriesgo? Los nervios me hicieron saltar de la cama tempranísimo. Debía tener unaexpresión atroz, porque mi mujer se percató de que algo me ocurría y me preguntó alrespecto durante el desayuno.Hoy, treinta años después, lo recuerdo y me es difícil considerarme el autor desemejante plan. ¿Qué me impulsaba a meterme en semejante apuro? Supongo que lasensación de culpa. Y la incertidumbre: si Gómez no era el culpable ¿para qué armarel barullo que me disponía a provocar? Pero, si era el asesino, ¿cómo podría mirarmeen el espejo desde entonces hasta el día de mi muerte sin sentirme un cobarde porprivilegiar mi seguridad y mi trabajo?Mi problema práctico no arrancaba desde la búsqueda infructuosa de IsidoroGómez sino desde antes: desde el momento en que me había hecho el otario paraevitar sobreseer la causa, varios meses atrás. En aquel momento yo había pensadoque, cuando el culpable cayera detenido, el juez iba a sentirse tan satisfecho que noiba a molestarse por el inexplicable cajoneo de la causa. Al contrario. Una adulaciónsuficientemente histriónica y empalagosa, atribuyéndole a él los méritos de lacaptura, lo haría abandonar cualquier prurito.Pero ahora se me habían quemado los papeles. Y ahí era donde lo necesitaba aSandoval. Pero a un Sandoval inspirado, sagaz, rápido, intrépido. Si me tocaba elSandoval borracho estaba jodido. Por suerte, y mientras estaba hundido en estasreflexiones, entró fresco como una mañana de mayo, perfumado a lavanda y radiantecomo el sol. Lo atajé de pasada hacia su escritorio y le expliqué mi plan en pocostrazos. Definitivamente era un tipo brillante. Me cazó al vuelo. Y era leal, porqueaceptó sin la menor vacilación participar en el chanchullo.Temprano vino el propio Morales. Le hice firmar una ampliación de sudeclaración testimonial en la mesa de entradas, no le di detalles y lo despaché a lascorridas, diciéndole que luego iba a explicarle bien el asunto. Cuando al rato el juezFortuna Lacalle hizo su ingreso en la Secretaría me encomendé al Espíritu Santo,recordando los artilugios de mi madre para vencer a la angustia. Como siempre,Lacalle lucía impecable. El traje oscuro, la corbata sobria haciendo juego con elpañuelo del bolsillo superior, el pelo engominado y tirante, el cutis bronceado. Creoque fue por observarlo a él que desarrollé mi teoría de que los estúpidos se conservanmejor físicamente porque no los corroe la ansiedad existencial a la que se ve  sometida la gente más o menos lúcida. No poseo pruebas concluyentes al respecto,pero el caso de Fortuna Lacalle siempre se me antojó de una nitidez evidentísima.Se sentó en mi silla con sus ademanes de príncipe, y extrajo su pluma Parker delbolsillo interior del saco. Recargando teatralmente mis propios gestos, empecé aapilar expedientes en el escritorio, como para darle a entender que iba a pasarsefirmando despachos y oficios las siguientes dos o tres horas de su vida. Gracias aDios era jueves, su día de tenis a las seis, y desde las tres comenzaba a acometerlouna impaciencia caprichosa ante cualquier eventualidad que pudiese distraerlo de tanalto destino. Acusó el impacto. Abrió mucho los ojos y lanzó un comentario quepretendió ser gracioso, con respecto a lo rápido que trabajaban sus empleados de esaSecretaría. Sonriendo, empecé a pasarle causas a la firma, obsequiándolo con floridoscomentarios alusivos a cada expediente. Era información inútil, o digamosredundante y superflua, pero el magistrado era demasiado estúpido como paraadvertir que lo estaba cachando.Fue entonces cuando Sandoval se asomó por primera vez por detrás del archiveroque le daba cierta mínima privacidad a mi escritorio.—A ver, doctor —inició, dirigiéndose a Fortuna, en un tono entre zalamero eirónico pero lo suficientemente ostensible como para que el otro no se sintiesevíctima sino cómplice—, para cuándo lo vemos a bordo de un Dodge Coronado comoa su colega Molinari, ¿eh?El juez lo consideró con cautela. Pese a su imbecilidad, tenía ese instinto deconservación que la gente como él desarrolla frente a realidades complicadas yhostiles, y Sandoval a todas luces formaba parte de ese universo esquivo de locomplejo. «Va a pedirle que le repita el comentario. Va a pedirle que lo repita», medije. Con un movimiento rápido eché mano a la causa de Morales. La abrídirectamente en la foja 208, que tenía señalada.—¿Cómo dice, Sandoval? —Fortuna pestañeaba mucho más atento a lo que iba adecirle mi oficial que a la causa que tenía ante los ojos.—Un decreto ordenando formar segundo cuerpo, doctor —dije en un murmullo,como si no quisiese interrumpir con esa minucia la conversación de la que Fortuna síestaba pendiente.—Sí, sí —respondió sin mirarme.—Nada, nada, doctor —Sandoval le hizo una sonrisa picara—. Pensé que ya lohabía visto al doctor Molinari con su auto nuevo. ¿No lo vio?Fortuna hacía esfuerzos por contestar de manera veloz e inteligente. Ya era difícilque consiguiese esos dos objetivos por separado. Lograr ambas cosas a un tiempo erasencillamente imposible, pero parecía dispuesto a acometer el esfuerzo, y tamañaempresa consumía toda su energía intelectual. De modo que prestar atención a lo queestaba firmando quedaba fuera de su alcance. Por eso rubricó un decreto de fecha 2 de julio que ciertamente ordenaba formar segundo cuerpo en la causa a partir de lafoja 201, pero que de paso ordenaba ampliar la declaración testimonial de RicardoMorales. Se lo saqué de las narices apenas terminó su rúbrica, no fuera cosa de quepor milagro se diese por enterado de que estaba firmando una orden fechada casicuatro meses antes.—No, no sabía... ¿Un Coronado?—Un Coronado, doctor. Azul eléctrico... —Sandoval sonreía con mirada ausente,como embelesado en el recuerdo—. Un regalo del cielo. Tapizados de cuero negro.Detalles cromados... ¿En serio no lo vio, doctor?—No. Bueno, en realidad, hace tiempo que no almorzamos con Abel.«Perfecto», pensé, «lo tiene contra las cuerdas». Sandoval podía ser cruel conaquellos a los que no quería, pero era brillante el modo en que ejercía esa crueldadpara disolver a sus contrincantes en sus propias flaquezas. Ya he dicho hasta elcansancio que Fortuna Lacalle era un imbécil con ínfulas de jurista, pero más allá desu amor propio se moría de envidia frente a los jueces que se merecían los cargos queejercían. Molinari era uno de ellos, y ese manotazo de ahogado de invocarlo por sunombre de pila, como si los uniese una relación estrecha, como buscando acreditaruna familiaridad que no existía, corroboraba que estaba loco de envidia.Decidí pasar al segundo acto: le puse delante, abrochada al final de una causacualquiera, la comparecencia en la que Morales refería sus sospechas sobre Gómez apartir de unas supuestas cartas amenazadoras que su mujer, también supuestamente,había recibido antes del asesinato, enviadas por el admirador despechado, y queconvenientemente habían destruido. Yo la había redactado la noche anterior, yMorales acababa de rubricarla rato antes.—Esta es una declaración testimonial en la causa de Muñoz, la de estafasreiteradas —mentí.—Ah... ¿cómo sigue ese asunto?«Sonamos», me dije. Ahora se le daba por hacerse el interesado. ¿Qué iba ainventarle? ¿Cuándo yo había mezclado actuaciones de una causa con otra? ¿Y cómoiba a justificar esa declaración salida de la nada?—Usted sigue con el Falcon, doctor —Sandoval vino en mi auxilio.—Sí, por cierto —Fortuna respondió en un tono que pretendió ser displicente.—Claro, claro... porque... ¿qué modelo es? ¿'63? ¿'64?—Es un '61 —Fortuna fue casi abrupto, aunque trató de suavizar la respuesta—.Ocurre que me ha dado tan buen resultado que me da no sé qué desprenderme de él.Sandoval era un artista. Mil veces nos habíamos reído, a espaldas del juez, no desu Falcon modelo '61 (después de todo Sandoval y yo pertenecíamos a la categoría depeatones perpetuos), sino porque Fortuna Lacalle padecía esa circunstancia como uncalvario íntimo. Habría dado una oreja por un auto nuevo (suponiendo que algún loco hubiese aceptado canje semejante). Cobraba un sueldo que podía permitírselo. Perotanto su mujer como sus dos hijas tenían hábitos cotidianos propios de princesasconsortes, con lo que el pobre Fortuna a duras penas sorteaba mes a mes los espectrosde la insolvencia. El rostro transparente del juez me demostraba que estaba enroscadoen la íntima enumeración de todo lo que podría comprar si sus mujeres no padecierande ese desenfreno de consumo. Y el Dodge Coronado figuraba, supongo, primero enesa lista.Di vuelta prestamente la página. Eran los oficios a la Policía Federal y a la deTucumán ordenando la pesquisa sobre Gómez, con copia. Estaban fechados enoctubre y reiterados en noviembre. Ya había arreglado con Báez esa circunstancia.Fortuna la firmó como si se tratase de un vale de tintorería.—Otra cosa —Sandoval estaba inspirado—. Le digo que no sé si el doctorMolinari hizo bien con lo del Dodge —movía las manos como dudando sobre lamanera de plantear su dilema—. Usted, que es una persona que entiende del tema,doctor... —pareció decidirse, como presto a confiar en la honestidad intelectual y lasapiencia de su interlocutor—, ¿con qué se queda? ¿Con un Dodge Coronado o conun Ford Fairlane?«Usted, que es una persona que entiende», me repetí. Sandoval era un genio.Fortuna, en realidad, no entendía: ni de autos, ni de Derecho, ni de casi nada. Perocomo tampoco entendía que no entendía se dispuso, entusiasmado, a ilustrar alpúblico presente acerca de las virtudes innumerables del Ford Fairlane y de los viciosimperdonables del Dodge Coronado, modo tangencial de demostrar, de paso, que enel fondo el doctor Molinari no era tan perfecto, después de todo. Le llevó casi diezminutos, incluido un gráfico de lo que, según entendí, era la transmisión de la palancaa la caja de cambios de uno y otro coche.Fue maravilloso. Cuando terminó de hablar estupideces, me había firmado elacuse de recibo de la respuesta policial (que Báez me había redactado y remitidocontra reloj esa misma mañana) sobre el paradero desconocido de Isidoro AntonioGómez. Había también rubricado el decreto que ordenaba mantener el pedido deaveriguación de paradero y comparendo a fin de tomarle declaración informativa, y elconsiguiente nuevo oficio a la Policía Federal. Sandoval, que reclinado sobre unaestantería fingía atender al encendido discurso de su Señoría, se percató de mi gestode alivio y supo que la tarea estaba cumplida. Sin embargo, como era un espíritusensible, no quiso abortarle la perorata y dejó que Fortuna Lacalle se explayara porotros dos o tres minutos. Después le dio las gracias por su tiempo.—Bueno, doctor, los dejo, que tengo que seguir trabajando —y, sacudiendo lacabeza hacia los lados, admirativo, agregó—: Mire que de autos se las sabe todas,doctor.El otro cerró los ojos y sonrió, en un gesto que pretendió ser de modesta aceptación del cumplido. Para terminar de marearlo, le puse otras veinte o veinticincopavadas a la firma.En cuanto Fortuna volvió a su despacho, recolecté las actuaciones que habíadesperdigado en todos esos expedientes y las coloqué en el de Morales en el ordencorrecto. Tenían la firma del juez, pero me faltaba que las refrendase el secretario. Noera posible aplicar la misma estrategia. Los dos eran parejamente tontos, pero nohasta el punto de tensar a ese extremo la cuerda de mi buena suerte. Decidí confiar enla esencia básica de Pérez: era un pusilánime y más que seguro acompañaría sinchistar cualquier despacho que trajera la firma de su jefe. De manera que le llevé lacausa esa misma tarde, acompañada de la otra veintena que le había hecho firmar aFortuna. Podía ocurrir, por cierto, que se avivase de la maniobra. ¿Qué hacíasemejante número de actuaciones, en una causa como esa, con fechas escalonadas ypretéritas, si no era una maniobra fraguada a sus espaldas?Por si acaso tenía un as en la manga. Si llegaba a poner en duda mi buena fe, osospechaba que había algo turbio en esa parva de actuaciones ficticias a la queFortuna Lacalle acababa de ponerle el gancho, iba a chantajearlo sin preámbulos: lecontaría a medio Poder Judicial que estaba cuidándole la quintita, con envidiableesmero, a la señora defensora oficial n.º 3 en lo Criminal y Correccional, que no erani su legítima esposa ni la afectuosa madre de los dos rozagantes mozalbetes quelucían fotografiados sobre su escritorio. Por suerte no hizo falta. Firmó sin chistar encada «ante mí» que lucía bajo la firma de Fortuna Lacalle, el experto automotor.Cuando terminé, me derrumbé en mi sillón, exhausto por los nervios. Se me acercóSandoval, sonriendo, y lanzó la frase filosófica que empleaba solo en circunstanciasexcepcionales y solemnes como esa:—Como he sostenido en reiteradas ocasiones, estimado amigo Benjamín, el díaque los boludos del mundo hagan una fiesta, estos dos reciben a los demás en lapuerta, les sirven los refrescos, les ofrecen torta, encabezan el brindis y les limpianlas miguitas de los labios.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora