La frase de Báez me convirtió en una estatua de sal. ¿A qué venía semejantepronóstico funesto? Aguardé lo más compuesto que pude que se retirara el suboficialy después le pregunté, casi vociferando:—¿Cómo «hecho humo»? ¿Por qué? —me agarraba tan desprevenido su fatalidadque sencillamente me aferré a sus últimas palabras y se las devolví en forma depregunta, aunque sin vislumbrar ni de lejos la naturaleza de la objeción que intentabaformularme. Del deseo de pasar por perspicaz delante de Báez no me quedaban nivestigios.El policía, supongo que porque me respetaba, intentó ser prudente.—Mire, Chaparro —hizo una pausa, encendió un 43/70 y desplazó su pocillohacia un costado, como si fuera un obstáculo que pudiera interferir en que mellegaran sus palabras—: si este tipo es el que estamos buscando (y ojo que por lo queme cuenta es perfectamente posible que lo sea), no va a ser tan fácil de agarrar, nocrea. Podrá ser todo lo hijo de puta que quiera, pero no parece ser un calentón quehaga las cosas a los ponchazos. Hay otros que sí, guarda. Existen perejiles a los queuno los agarra porque se mandan tal número de macanas que solamente les faltacolgarse un cartel al pecho que diga «fui yo, métanme en cana». Pero este pibe...El policía se detuvo un momento, como si sopesase la catadura intelectual delsospechoso y le resultase digna de respeto. Soltó el humo del cigarrillo por la nariz.Ese tabaco negro apestaba. Sentí que me irritaba las mucosas, pero un orgullo cerrilme impidió toser y pestañear como hubiera querido.—La mina de la que está perdidamente enamorado se va a Buenos Aires. Nopiensa en seguirla. No le da el cuero. O sí le da, pero necesita tiempo para rajarse desu casa —Báez armaba su hipótesis mientras hablaba conmigo. A medida queavanzaba, dejaba algunas lagunas para más adelante, y en otras se detenía paradisiparlas con razonamientos certeros—. Aparte, capaz que ya le había hablado alláen Tucumán. Y la piba nada. Le habrá dado una vergüenza tan enorme por el desaire,que al tipo le habrán entrado ganas de que se lo tragara la tierra. Supongo que por esose queda, y no la retiene, no tiene con qué, ni la sigue. ¿Para qué va a intentarlo?Báez sopesaba sus propios argumentos. Por fin continuó:—Sí. Seguro que la encaró y rebotó como una Pulpo. Por eso se llamó a cuartelesde invierno. Pero de repente le llega el dato de que se casa. No está listo para eso,pero tampoco puede reaccionar. ¿Qué es reaccionar para ese pibe? ¿Cómo hacerlo?Deja pasar el tiempo. Pero es al pedo. No se la olvida. Al contrario. Junta bronca.Junta rabia. Empieza a sentirse estafado. ¿Cómo es eso de que «la Liliana» se esté porcasar con un porteño al que recién conoce? ¿Y él? ¿Está pintado, él? Se pasa los díaspensando en eso, como usted me cuenta. O como la madre del pibe le cuenta al tipo que usted le mandó. Todo el día en la cama mirando el techo. Y al final toma unadecisión. ¿Al final o al principio? ¿Se pasa los meses pensando si la revienta o no, odesde el principio está convencido de matarla pero demora en juntar el valor comopara llevarlo a cabo? No tengo idea, y dudo que la tenga nunca. El asunto es querecién cuando tenga del todo claro el panorama se va a tomar el Estrella del Norte aBuenos Aires.Báez levantó el teléfono y agitó varias veces la horquilla. Se asomó el ordenanzay le pidió más café.—¿Y sabe qué? Me jugaría lo que no tengo a que el pibe, si es nomás el quebuscamos, se toma su tiempo para instalarse. Busca una pensión. Consigue laburo. Yrecién después se ocupa de la mina. Se para un par de días en la esquina de la casapara conocer las rutinas de los recién casados. Las de puertas afuera, porque las depuertas adentro puede intuirlas, y le revuelven las tripas y tal vez hasta se pregunte sino será mejor liquidarlos a ambos. ¿Se imagina lo que puede sentir un tipo al ver aotro que sale feliz cada mañana de la cama de la mujer que desea como loco? Demanera que ahí va, la mañana del hecho. Ve salir a Morales, espera cinco minutos yse manda por el pasillo. La puerta de calle, la general, está abierta todo el tiempoporque los albañiles del departamento tres están sacando escombro en carretilla. Ah,no. Estoy hablando boludeces. Ese día los albañiles no fueron. Así que toca el timbrey la chica le contesta por el portero. ¿Cómo no va a salir a abrirle, más allá de susorpresa? ¿No es su amigo del barrio desde que son chicos? ¿No han compartido unmontón de cosas juntos? Es probable que mientras gira la llave ella recuerde, con unlejano rastro de culpa, el modo en que tuvo que desilusionarlo cuando él se le declaró,hace unos años. Seguro que es extraño que caiga a verla sin avisar, siendo que novino ni siquiera al casamiento, pero no por eso va a dejarlo parado en la puerta.Cierto es que está en camisón, pero tiene el salto de cama puesto y bien ajustadotodavía. Y es joven. Una mujer más grande tal vez habría considerado impropio abrirla puerta con ese atuendo. Pero ella no es tan formal. No tiene por qué serlo. Igual alpibe todo eso le importa poco. El asunto es que abra, que diga «qué sorpresa,Isidoro», y que le franquee la entrada dándole un beso en la mejilla. Por eso la vecinano escucha golpear la puerta del departamento contiguo. Porque Liliana salió a abrirlela puerta de calle, y ahora lo acompaña hasta adentro. Pobrecita.Báez apagó el cigarrillo y pareció dudar sobre si encender otro de inmediato.Desistió.—¿Ya viene decidido a violarla o se le da por improvisar? De nuevo no tengoidea. Aunque me inclino a suponer que lo tiene masticado desde hace rato. Estemuchacho no hace las cosas a tontas y a locas. Está cobrando una deuda. Ni más nimenos. De modo que cogérsela contra su voluntad ahí nomás, sobre el piso deldormitorio, es para él saldar una deuda vieja. Y estrangularla con sus propias manos es tomar revancha por el despecho de haberlo ignorado, de haberlo dejado solo ytriste en el barrio, para burla de amigos y enemigos. Acá sigo suponiendo, pero estetal Isidoro se me antoja que no tolera que se rían de él. Eso sí lo saca de quicio.¿Después? Después nada. ¿Cuánto puede haber demorado? Cinco, diez minutos. Noha dejado sus huellas por ningún lado. Apenas los rayones en el parqué, alrededor delcuerpo de la mujer, que ha tratado de zafarse antes de que se le agotaran las fuerzas.Pero hasta en esas marcas se toma el trabajo de pasar una franela que encuentra en unestante, no sea cosa que haya quedado alguna huella (no tiene por qué saber que losyeguarizos de la Policía Federal que van a iniciar el procedimiento pisan por todoslados, y arruinan cualquier vestigio que él haya podido pasar por alto). Y el picaporteno lo limpia porque recuerda no haberlo tocado. ¿Sabe por qué se lo digo? Para quese fije qué tipo de persona es este muchacho. En el picaporte encontramos huellas delmatrimonio Morales, de adentro y de afuera. De modo que tuvo la serenidad, o elcinismo (llámelo como quiera), mientras andaba con la franela en la mano, de decidirtranquilamente qué lugar limpiar: el piso alrededor del sitio en el que se habíamontado a la pobre mina, sí; el picaporte que recordaba no haber tocado, no. ¿Y sabequé hace después?Se detuvo, como si realmente me estuviera interrogando a mí, pero no era el caso.Tampoco era que estuviera luciéndose. Nada de eso. Báez no desperdiciabainteligencia en esas imbecilidades.—¿Sabe qué me costaba imaginar, de joven, cuando me metí en esta milonga delaburar en Homicidios? No los actos criminales en sí. No el acto bruto de aplastar unavida. A eso me acostumbré enseguida. Sino los actos posteriores a ese crimen. Nodigo el resto de la vida del asesino. No. Pero digamos las siguientes dos o tres horas.Yo me imaginaba que todos los homicidas debían quedar temblorosos, desesperadospor el horror de su acto, fija la memoria en el momento de arrancar la vida de otro serhumano —Báez resopló, en una especie de sonrisa, como si recordase algo gracioso—. Más o menos como el muchachito de Dostoïevski, ¿sabe cuál le digo? El deCrimen y castigo. Ese sí que siente remordimientos: «Maté a la vieja. ¿Cómo hagopara seguir viviendo?». —Báez me miró, como si de repente se acordase de algo—.Perdone, Chaparro, si me puse torpemente didáctico. Estoy seguro de que leyó lanovela que le digo. Pero es la costumbre de estar rodeado de bestias, ¿sabe?Imagíneselo al oligofrénico de Sicora, por poner un caso, charlando de literatura. No.No se gaste. Es imposible. Pero bueno, a lo que quería llegar es a que no es tancomún lo de la culpa y el remordimiento. Nada que ver. Uno se encuentra tiposcapaces de pegarse un tiro por la culpa, guarda. Pero también se topa con otros que sevan al cine y a comer pizza. Bueno. Me parece que este pibe pertenece al segundogrupo. Pero como es un martes a la mañana seguro que se va a laburar como si talcosa. Camina hasta la parada y se toma el colectivo. Capaz que al bajar compra el Crónica. ¿Por qué no?Ahora sí Báez encendió otro cigarrillo. Un poco más arriba hablé de lasoscilaciones de mi estado de ánimo, y escribí que había llegado a mi entrevista con elpolicía en el cenit de mi euforia. En veinte minutos esa euforia se me había hechoañicos. Pero no solo me sentía derrotado por los hechos, cosa bastante habitual en mí.También me sentía culpable. En lugar de haberlo llamado a Báez apenas tuve laocurrencia, para que él determinase la mejor manera de aproximarnos al fulano, habíahecho lo que se me había cantado: me había dejado llevar por mi ataque de iniciativa,me los había agarrado de cadetes al pobre viudo y a su pobre suegro, y los habíahecho patear el hormiguero al reverendo pedo.Intenté, pese a todo, serenarme. ¿No podía ser que Báez estuviese exagerando?¿Y si Gómez era mucho menos lúcido de lo que él suponía? ¿Y si en todos esosmeses había bajado la guardia? Al fin de cuentas: ¿qué pruebas tenía Báez para sushipótesis? Ni más ni menos que lo que yo acababa de contarle.Y otra cosa: ¿si el tal Gómez no tenía nada que ver? Con cierto despecho puerildeseé que la pista de ese fulano fuera nada más que un espejismo. Me puse de pie.Báez me imitó y nos estrechamos la mano.—Supongo que mañana tendremos alguna novedad.—De acuerdo —respondí, tal vez con una sequedad innecesaria.—Yo lo llamo.Salí casi ofuscado, o por lo menos incómodo. Volví a Tribunales caminando.Aunque fuese ruin, estaba más preocupado en ese momento por no quedar como unchambón que por agarrar al hijo de puta que había hecho aquello, fuese Gómez ocualquier otro forajido.Poco antes de las siete de la tarde sonó el teléfono de la Secretaría. Era Báez.—Acá lo tengo a Leguizamón con el encargo.—Lo escucho —era ridícula esa actitud mía de niño ofendido, pero no podíaabandonarla. Además, no estaba listo para el llamado. Pensaba que iban a demorarhasta el día siguiente.—Bueno. Empecemos con la mala noticia. Isidoro Gómez desapareció hace tresdías de la pensión de Flores en la que estaba parando desde fines de marzo.Desapareció es una forma de decir: pagó hasta el último día y se fue sin informar supróximo domicilio. Con el trabajo, lo mismo. Localizamos la obra: un edificio dequince pisos, sobre Rivadavia, en pleno Caballito. El capataz le dijo a Leguizamónque era un pibe fenómeno. Bah, muy callado y a veces antipático, pero cumplidor,prolijo y abstemio. Una joyita. Pero que el otro día llegó a la mañana y le dijo que sevolvía a Tucumán porque tenía a la madre muy enferma. El capataz le pagó elproporcional de la quincena y le dijo que si quería presentarse cuando volviera que lohiciese, porque estaba muy conforme con él. Se hizo un silencio. Aunque yo estaba con ganas de revolear la máquina deescribir, el portalápices, la causa en la que estaba trabajando y el teléfono, me mordílos labios y esperé.—En fin. Lo bueno es que podemos pensar que a lo mejor este es el tipo. Y que serajó porque supo que lo andaban rastreando. Leguizamón me trajo un dato piola: elcapataz tenía guardadas las tarjetas de fichaje del reloj del personal, en el obraje.¿Sabe cuántas veces llegó tarde en los ocho meses que laburó en esa obra? Dos. Unapor diez minutos. La otra, dos horas y media. ¿Sabe cuándo? El día del hecho.—Entiendo —al fin pude responder. Mi tono ya no era cortante. Nunca había sidomal perdedor—. Le agradezco la información, Báez. Ahora me ocupo de poner al díala causa con estas cosas y le aviso qué papeles necesito que me mande.—De acuerdo, Chaparro. Buenas tardes.—Buenas tardes. Y gracias —agregué, como completando un desagravio.Iba a colgar cuando volvió a llegarme la voz del otro lado.—Ah, una duda —el tono de Báez parecía dubitativo—. ¿Cómo se le ocurrió quepodía ser ese muchacho? Ya sé que la idea le vino por el asunto de las fotos, pero:¿por qué particularmente reparó en él? Porque le digo que se trató de una buenamovida, Chaparro. Se lo digo francamente. A lo mejor dio con el culpable, quiénsabe.Evidentemente era un buen tipo. ¿Era sincero en el elogio o quería disminuirme lasensación de culpa y de ridículo? Pensé bien qué iba a contestarle.—No sé, Báez. Supongo que me llamó la atención el modo en que miraba, eso demirar a una mujer adorándola a la distancia. No sé —repetí—. Supongo que, cuandono se pueden decir las cosas, las miradas se cargan de palabras.Báez tardó en contestar.—Entiendo. Yo no podría haberlo expresado mejor. Usted es bueno usando laspalabras, Chaparro. Tendría que ser escritor, ¿sabe?—No me joda, Báez.—No lo jodo. Se lo digo en serio. Bueno, lo llamo en estos días, cuando recibasus despachos.Colgué el teléfono y el chasquido de la horquilla retumbó en el silencio delJuzgado. Miré la hora. Era tardísimo. Levanté de nuevo el auricular y disqué elnumero del banco en el que trabajaba Morales. Le dejé dicho al custodio que porfavor, apenas llegase a la mañana, le avisara de pasar urgente por el Juzgado porquetenía que firmarme una declaración. Me prometieron pasarle el mensaje.De nuevo el sonido de la horquilla. Caminé hasta el archivero en cuyo estantemás alto había camuflado, varios meses atrás, la causa de Morales. Tironeé, en puntasde pie, y atajé el expediente que vino a mis manos en medio de una estampida depolvo. Volví a mi escritorio. No lo revisé desde el principio. Fui directamente a la última actuación. Era del mes de junio y se ordenaba agregar al expediente uninforme complementario de la autopsia: el del estudio de las vísceras. Miré elcuadrante de mi reloj para verificar el casillero del calendario. Coloqué una hoja conmembrete del Poder Judicial de la Nación y empecé a teclear una fecha ficticia delmes de agosto.No le había mentido a Báez al responder su última pregunta, pero no le habíadicho toda la verdad. Era cierto que me había llamado la atención la forma de mirarde Gómez, y que la había interpretado como un mensaje silencioso y fútil para unamujer que no podía o no quería entenderlo. Lo que no le dije a Báez fue que si yoreparé en esa forma de mirar era porque también había escudriñado a otra mujer delmismo modo. Ese anochecer caluroso de diciembre de 1968, como tantas veces en elaño que llevaba de haberla conocido, lamenté profundamente no estar casado conella.
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La pregunta de sus ojos
Mystery / ThrillerHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...