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No estoy demasiado seguro de los motivos que me llevan a escribir la historia deRicardo Morales después de tantos años. Podría decir que lo que le pasó a ese hombresiempre ejerció en mí una oscura fascinación, como si me diera la oportunidad de verreflejados, en esa vida destrozada por el dolor y la tragedia, los fantasmas de mispropios miedos. Muchas veces me ha sorprendido advertir en mi espíritu ciertaalegría culposa frente a los horrores ajenos, como si la circunstancia de que a otrosles sucedan cosas espantosas fuera un modo de alejar de mi propia vida esastragedias. Una suerte de salvoconducto nacido de cierta obtusa ley de probabilidades:si a Fulano le ha ocurrido semejante cosa, difícilmente les pase a los conocidos deFulano, entre los que yo me cuento. No es que pueda ufanarme de una vida pletóricade éxitos. Pero en la comparación de mis desdichas con las de Morales salgoganando. De todos modos, no se trata de contar mi historia sino la de Morales, o la deIsidoro Gómez, que es la misma pero vista del otro lado, vista del revés, o algo así.No es eso solo lo que me conduce a escribir estas páginas. Aunque esa especie deasombro morboso tenga su peso y su parte. Supongo que la cuento porque tengotiempo. Mucho, demasiado tiempo. Tanto tiempo que las minucias cotidianas quecomponen mi vida se disuelven velozmente en la nada monótona que me rodea. Estarjubilado es peor de lo que me había imaginado. Debería haber aprendido eso. No lode estar jubilado, sino eso de que las cosas que tememos suelen ser peores cuandoocurren que cuando las imaginamos. Durante años vi a mis compañeros del Juzgadodespedirse del trabajo con el cándido optimismo de que ahora sí, por fin, iban adisfrutar de su tiempo y de su ocio. Los vi partir convencidos de que ganaban pocomenos que el paraíso. Y los vi regresar aniquilados, velozmente derrotados por eldesengaño. En dos semanas, en tres a lo sumo, consumían todos los supuestosplaceres que creían haber postergado durante sus años de rutina y de trabajo. ¿Y paraqué? Para caerse por el Juzgado cualquier tarde, como quien no quiere la cosa, parasacar charla, tomar un café o hasta ofrecer una mano con alguna causa mediocomplicada.Por eso, por tantas y tantas veces en que tuve frente a mí a esos tipos estragadospor una vejez vacía, por tantas y tantas ocasiones en que vi sus ojos implorando unrescate imposible, es que me juramenté no caer en esas bajezas cuando me tocara elturno. Nada de tiempo al divino botón. Nada de excursiones nostálgicas a ver cómoandan los muchachos. Nada de espectáculos deplorables para conmover durante cincosegundos a los que tienen la suerte de seguir funcionando.Pues bueno, hace dos semanas que estoy jubilado y ya me sobra el tiempo. No esque no se me ocurran cosas para hacer. Se me ocurren un montón de cosas, pero todasme parecen inútiles. Tal vez la menos inútil sea esta. Jugar un par de meses a ser escritor, como me decía Silvia cuando todavía me amaba. En realidad, estoymezclando dos épocas distintas, y dos modos de llamarme. Cuando todavía meamaba, me prometía un futuro en el que sería escritor, un escritor probablementefamoso. Después, cuando ya su amor se había licuado en el tedio de nuestromatrimonio, hablaba de eso de jugar al escritor desde la torre de ironía y despreciomordaz que había elegido para atrincherarse y lanzarme sus balas. No puedoquejarme, porque yo también debo haberle propinado vilezas semejantes. Unalástima. Que lo que quede de diez años de matrimonio sea sobre todo el inventariovergonzoso del daño que nos hicimos. Por lo menos con Silvia llegamos a discutir.En mi primer matrimonio, con Marcela, ni siquiera pudimos hablar de esas cosas.Bah, ni de esas ni de otras. Parece mentira. Compartí buena parte de mi vida con dosmujeres y de ambas conservo a duras penas un puñado de recuerdos borrosos. Esamisma lejanía en la que ambas quedan en mi memoria es una prueba más (como sihiciese falta) de lo viejo que estoy. He sobrevivido a dos matrimonios con tiemposuficiente como para perdurar en esta meseta de soltería esteparia. La vida es larga, afin de cuentas.Igual nunca me tomé demasiado en serio lo de ser escritor. Ni cuando Silvia me lodecía admirada, ni cuando después me lo escupía sarcástica. Sí llegué a soñar (porqueciertos sueños se imponen aun a los corazones más escépticos) con esa escena idílicadel escritor en su estudio, preferentemente con un gran ventanal, preferentemente convista al mar, preferentemente desde la altura de un peñasco castigado por laintemperie.Se ve que el hábito no hace al monje. Porque no ha bastado que acomode el livingde mi casa al estereotipo de «santuario de escritor escribiendo» (es un espanto, esegerundio de escritor-escribiendo queda como una patada en el hígado, qué mal meveo). Y eso que está lindo, la verdad. Me faltan el mar y la borrasca, cierto. Perotengo el escritorio ordenado. Una resma de hojas oficio casi flamante, a un costado.Un cuaderno de notas, sin ninguna nota, al otro lado. En medio la máquina deescribir, una imponente Remington color verde oliva, apenas más chica que un tanquede guerra pero con acero igual de grueso, como solían bromear en el Juzgado, añosatrás.Me acerco a la ventana, que tal como quedó dicho no se asoma desde un peñascoa la tempestad oceánica sino a un prolijo jardincito de cinco por cuatro, y miro haciala calle. No pasa nadie, como siempre. Treinta años antes estas calles estabanpobladas de pibes y de gente. Pero ahora son un desierto. Los pibes se han ido, y losviejos se han metido adentro. Como yo mismo. Suena risueño: tal vez seamos unoscuantos los que tenemos el escritorio preparado para el berretín de escribir unanovela.En realidad y muy en el fondo, sospecho que esta página que porfío en llenar de palabras va a terminar también, como las diecinueve que la precedieron, echa unbollo en el rincón opuesto de la pieza. Porque a medida que descarto borradores nopuedo evitar la tentación deportiva de arrojarlos, con un gallardo balanceo de muñecay suerte despareja, al paragüero de mimbre que heredé ya no recuerdo de quién. Y meentusiasma tanto cuando encesto, y me envalentona tanto la minúscula frustración demis tiros errados, que estoy casi más interesado en el próximo intento que en laremota posibilidad de que este sí sea, por fin, el inicio de la historia quesupuestamente me propongo contar. Es evidente que estoy tan lejos de ser un escritorcomo de volverme basquetbolista a los sesenta años.Durante varios días intenté encontrar respuestas a ciertas cuestiones cruciales dela obra antes de pretender escribirla, temiendo precisamente esto que me está pasandoahora: que se me evaporen los últimos restos de osadía en este correrme la coladelante de la máquina de escribir. Lo primero que pensé es que no tengo laimaginación suficiente como para escribir una novela. La solución que encontré fueescribir sin inventar nada, es decir, narrar una historia verdadera, algo de lo que yohubiese sido, aunque indirectamente, testigo. Por eso decidí escribir la historia deRicardo Morales. Por lo que dije al principio y porque es una historia que no necesitaque yo le agregue nada, y porque sabiéndola cierta tal vez me atreva a contarla hastael final, sin amedrentarme con la vergüenza de empezar a mentir para llenar baches,alargar la trama o convencer a quien la lea de que no la tire al cuerno apenastranscurridas quince páginas.La primera dificultad concreta, una vez decidido el tema: ¿En qué personagramatical voy a redactar esta cosa? Cuando hable de mí mismo, ¿diré «yo» o diré«Chaparro»? Es tétrico que este escollo baste para detener todo mi brío literario.Supongamos que elijo la tercera persona para el relato. Tal vez sea mejor, para noverme tentado a volcar impresiones y vivencias demasiado personales. Eso lo tengoclaro. No pretendo hacer catarsis con este libro, o con este embrión de libro, hablandomás exactamente. Pero la primera persona me queda más cómoda. Por inexperiencia,supongo, pero me queda más cómoda. ¿Y qué hago con las partes de la historia de lasque no he sido directamente testigo, esas partes que intuyo pero no conozco a cienciacierta? ¿Las cuento igual? ¿Las invento de pe a pa? ¿Las ignoro?Vayamos por partes. Hagamos las cosas fáciles. Arrancaré en primera persona.Bastantes dificultades tengo como para buscarme otras. Y será mejor contar lo que séy también lo que supongo, porque de lo contrario nadie va a entender un carajo. Ni yomismo. Y otra cosa complicada, el léxico: en el renglón anterior resalta la palabra«carajo» como un cartel de neón en medio de las tinieblas. ¿Uso esas palabras burdasy soeces, o las elimino de mi lenguaje escrito? Cuántas dudas, carajo. Ahí está, denuevo, el improperio. Al final tendré que concluir que soy un malhablado.Y otra cosa, peor todavía: aun cuando tengo claro que voy a escribir la historia de Morales, esta tiene que empezar por el principio. Pero ¿cuál es ese principio? Aunquemis técnicas narrativas sean pedestres, soy capaz de advertir que el viejo recurso del«había una vez» no resulta adecuado al caso. ¿Y entonces? ¿Cuál es el principio? Noes que esta historia no tenga un principio. El problema es que tiene como cuatro ocinco principios posibles y distintos. Un joven que se despide con un beso de sumujer, en el pasillo que da a la calle, antes de irse a trabajar. O dos tipos que dormitansobre un escritorio y pegan un respingo cuando suena la campanilla estridente de unteléfono. O una chica recién recibida de maestra que posa para una foto grupal. O unempleado judicial, que soy yo, y que casi treinta años después de todos esos posiblesprincipios recibe una carta manuscrita enviada por un remitente inverosímil.¿Con cuál de todos estos voy a quedarme? Probablemente me quede con todos,elija uno cualquiera para arrancar y luego ubique los demás en el orden que meparezca menos azaroso, o a medida que los vaya escribiendo. Tal vez no importetanto si fracaso. Ya llevo unas cuantas tardes dedicadas a esto. Y, en el peor de loscasos, si destruyo un número suficiente de borradores, indefectiblemente voy aterminar mejorando mi tiro de larga distancia.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora