El 28 de julio de 1976 Sandoval se agarró una curda de padre y señor nuestro que mesalvó la vida.Había tenido un semblante atroz durante toda la jornada. A duras penas habíasaludado al llegar para abocarse de inmediato a revisar una pericia balística que erauna pavada y que podía tildarse en veinte minutos, pero para la cual empleó cincohoras. Cuando al atardecer los otros empleados se despidieron y salieron hacia suscasas o hacia la facultad, intenté sacarle tema de conversación, pero reboté comocontra una muralla. Habló cuando quiso, como siempre.—Hoy me llamó mi tía Encarnación, la hermana de mi vieja —hizo una pausa; letembló la voz—. Me dijo que ayer se lo llevaron a mi primo Nacho. Cree que eranmilicos. Pero no está segura. Entraron rompiendo todo, en plena noche. Iban vestidosde civil.De nuevo hizo silencio. No lo interrumpí. Sabía que no había terminado.—La pobre vieja preguntó qué podía hacerse. Le dije que se viniera para casa. Laacompañé a hacer la denuncia —encendió un cigarrillo antes de terminar—: ¿Qué ibaa decirle?—Hiciste bien, Pablo —me atreví.—No sé —dudó, antes de continuar—. Sentí como si la estuviese engañando. Talvez debería haberle dicho la verdad.—Hiciste bien, Pablo —repetí—. Si le decís la verdad, la matás.La verdad. Qué cosa jodida que es a veces la verdad. Con Sandoval hablábamosmucho de todo el asunto de la violencia política y de la represión. Sobre todo desde lamuerte de Perón en adelante. Ahora aparecían menos cadáveres en los descampados.Evidentemente los asesinos habían perfeccionado su estilo. Trabajando en la JusticiaCriminal estábamos demasiado lejos de los hechos como para saberlos al dedillo,pero lo suficientemente cerca como para intuirlos. No hacía falta ser adivinos,tampoco. Todos los días veíamos detener gente, por ahí. O nos llegaba el dato. Sinembargo esos detenidos jamás llegaban a la alcaidía, jamás subían a declarar a losjuzgados, jamás eran trasladados después a Devoto o a Caseros.—No sé. Alguna vez tendrá que enterarse.Traté de recordar cómo era la cara de Nacho. Unas cuantas veces había estado enel Juzgado, de visita, pero su imagen se me escapaba, no lograba definirla.—Me voy —Sandoval se puso de pie de repente, se colocó el saco y caminó haciala puerta—. Nos vemos.«La puta madre», pensé. Otra vez. Abrí la ventana y esperé. Pasaron variosminutos, pero Sandoval no cruzó Tucumán hacia Viamonte. Me sentí un pococulpable: «una inundación en la India deja cuarenta mil muertos, pero, como no los conozco, me angustia más la salud de mi tío que tuvo un infarto». En algúnregimiento, en alguna comisaría, a Nacho lo estaban reventando a golpes de puño yde picana. Pero yo no me angustiaba tanto por él como por su primo Pablo, que erami amigo y pretendía emborracharse hasta quedar en coma.¿Yo era el egoísta o todos lo éramos? Me consolé pensando que por Sandovalpodía hacer algo, y por su primo Nacho, no. ¿Era así? Decidí darle la ventajahabitual: tres horas antes de salir a buscarlo. Me senté a corregir una prisiónpreventiva. Decidí que fueran dos horas. Tres tal vez fuesen demasiadas
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La pregunta de sus ojos
Mystery / ThrillerHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...