Coartadas y partidas

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Benjamín Chaparro va directamente al despacho de la jueza. No pasa por suSecretaría, ni por la n.º 18. Está tan turbado por la inminencia de ver a Irene que tienela sospecha de que, si se cruza con cualquier conocido, todo el mundo se percatará deque el amor le desborda por las orejas. Golpea dos veces. La voz de Irene lo invita apasar. Asoma la cabeza con ese gesto involuntario y tímido que, a solas, aborrece. Elrostro de ella se ilumina con una sonrisa cuando lo ve.—Adelante, Benjamín. Pasá.Chaparro avanza, sintiendo que comienza a incendiarse. ¿Se habrá puestocolorado? La mira intentando que no se le note que está igual de maravillado que laprimera vez. Es alta, y tiene el rostro angosto. De joven era un poco huesuda. Losaños, ¿los hijos?, la han redondeado leve y provechosamente. Se saludan con un besoen la mejilla. Recién cuando se sientan, uno a cada lado del amplio escritorio deroble, Chaparro suelta el aire que viene conteniendo desde el instante anterior al beso.Ahora puede respirar tranquilo: al no haberlo olido, es posible que el perfume de ellano lo mantenga en vilo las próximas dos o tres noches. Sonríen sin hablar, algoavergonzados, como si se sorprendiesen el uno al otro en un acto divertido perocensurable. Chaparro demora el momento de pronunciar sus primeras palabras,porque la ve ruborizarse y eso lo hace sentir extrañamente feliz. Pero cuando ella lomira al fondo de los ojos, y parece interrogarlo por detrás de todas sus coartadas, élsiente que ha perdido la iniciativa y que es preferible volver al libreto mental que hatraído redactado.Le cuenta lo que necesita, y para justificar el pedido le resume un poco en quéanda con el asunto de «su libro». Le refiere (y se entusiasma mientras lo hace) unasíntesis de esa historia que ella conoce apenas superficialmente, por comentarios delpropio Chaparro y de los otros dinosaurios del Juzgado. Cuando termina, Irene lomira divertida.—¿Querés que les pegue un llamado a los del Archivo?—Si podés... me gustaría —Chaparro traga saliva.—No hay problema, Benjamín —ella frunce ligeramente el ceño—. Pero miraque te conocen más a vos que a mí.«Mierda», piensa Chaparro. ¿Tan inocente es su coartada?—Lo que pasa es que se trata de una causa del tiempo de ñaupa, ¿sabes? —aChaparro se le queman los papeles.—Sí, lo sé. Alguna vez me contaste de ese asunto. La causa llegó después de queme mandaste ascendida al Juzgado 11, ¿cierto?  ¿Hay una segunda intención por detrás de ese «me mandaste ascendida»? Si lahay, Irene es más perspicaz de lo que Chaparro quiere suponer. En 1967, másprecisamente en octubre, dos semanas después de que se la presentaran comomeritoria, y cuando Chaparro había abandonado definitivamente su pretensión de queatendiese el teléfono como Dios manda, soñó con ella. Se despertó temblando. Era unhombre casado, y por entonces todavía porfiaba por convencerse de que tenía unbuen matrimonio con Marcela. Trató de olvidar el asunto pero volvió a soñar con ellalas cinco noches siguientes. La última vez la imagen de Irene era tan vivida, y elfulgor de su piel desnuda resultaba tan convincente, que a Chaparro le dieron ganasde llorar cuando despertó y descubrió que no había sucedido de verdad. Esa mañanallegó al Juzgado y decidió purgar su alma del amor que empezaba a consumirlo.Telefoneó a todos los colegas con los que tenía cierta confianza. Les habló maravillasde una meritoria que estaba dando sus primeros pasos en la Justicia, que estudiabaDerecho y que merecía un cargo rentado. Chaparro era ya entonces un muchachorespetado en el ambiente, probablemente querido. Unos meses después lo llamó unode ellos para ofrecerle un puesto de pinche «para la chica». Chaparro interrumpió elsilencio de radio en el que se había sumergido con ella durante todo ese tiempo paracomunicarle la buena nueva. Irene se puso contentísima, y a él esa alegría le dolió enalgún lado. Que no lamentara irse significaba que no dejaba nada en la Secretaría.Nada que fuese a extrañar. Se dijo que era lógico. Estaba de novia con un muchachoque estudiaba Ingeniería, amigo de uno de sus hermanos mayores. Chaparro ya sehabía sentido mal delante de Marcela por ese amor arrebatado que empezaba aconsumirlo. Saberse no correspondido, además de infiel, lo hacía sentirse solo. Sedijo que era mejor así. Arrancar de cuajo una planta que, de todos modos, no teníabrotes ni futuro.Eso fue en marzo de 1968, poco antes de que llegase la causa de Morales. Desdeentonces la perdió de vista. Tribunales tenía esa rara lógica. Alguien que trabaja dospisos más abajo pasa a vivir en otra dimensión, poco menos. Hasta 1976 no tuvonoticias de ella, pero en febrero de ese año le llovió como secretaria: se habíarecibido de abogada y la habían nombrado. Tampoco entonces era un buen momentopara que Chaparro se atreviese a nada. Era un hombre libre, porque se había separadode Marcela varios años antes, pero el día que volvieron a verse Irene traspuso lapuerta de la Secretaría precedida por una considerable panza de seis meses deembarazo. Chaparro se desayunó entonces (porque no había querido saber nada deella, porque sentía que así se preservaba, que se ahorraba el estiletazo de aceptar queella tenía una vida que él se estaba perdiendo) con que ella se había casado dos añosantes con el antiguo estudiante devenido ingeniero y que estaba esperando a suprimogénito.Cuando Irene retornó de su licencia por maternidad, era Chaparro el que había partido. A ella le resultó sorprendente que su prosecretario hubiese aceptado unavacante en el Juzgado Federal de San Salvador de Jujuy, pero le explicaron a mediavoz que se lo había sugerido el juez Aguirregaray en persona. Aunque Irene no eramuy ducha en cuestiones políticas, identificó con facilidad la entonación torva yconspirativa del comentario: evidentemente Chaparro corría algún tipo de peligro sise quedaba en Buenos Aires en el frío invierno de 1976.En los años siguientes, ambos recibieron noticias fragmentarias de la suertecorrida por el otro. Chaparro supo que Irene siguió subiendo los peldaños delescalafón: fiscal en 1981, secretaria de Cámara unos años después. A su vez, ella seenteró de que él había vuelto a Buenos Aires en 1983, cuando el Proceso agonizaba.Llegaba casado con una jujeña de la que habría de separarse tiempo después. Esos,los años de la década de los ochenta, marcaron la época en la que más desconectadosestuvieron: cruzaron apenas un par de conversaciones fugaces en algún encuentrocallejero. Irene se enteró de que la jujeña de Chaparro se llamaba Silvia y de que notenían hijos. Él supo que Irene seguía casada con el ingeniero y que sus tres nenascrecían sin sobresaltos.Volvieron a encontrarse unos años más tarde, en 1992. Hacía tiempo ya queChaparro había atravesado su segunda separación, y se había convencido de que elmejor modo de terminar sus días sería en una circunspecta soledad. Evidentemente noestaba hecho para el matrimonio. Tenía más de cincuenta años. Tal vez era un buenmomento para prescindir de las mujeres. Estaba preparado para no necesitarlas. Paralo que no estaba listo era para que a principios de ese año el juez Alberti se jubilara eIrene llegase nombrada como nueva jueza.Al encontrarse frente a frente, en el mismo despacho en el que ahora estánsentados, los dos sonrieron, como veteranos de una guerra en la que todos los demáseran reclutas bisoños. «Ya nos conocemos», había dicho Irene, sonriendo, y Chaparrohabía sentido que los veinticinco años que lo separaban de la seguidilla de sueños quele habían sacudido el alma hasta los cimientos se hacían polvo sin dejar vestigios. Esamujer no tenía derecho a ejercer esa sonrisa. Pero todavía era «de Arcuri», con lo queel ingeniero seguía casado con ella, y ese era el tipo de obstáculo que Chaparro noestaba dispuesto a intentar sortear. No a esa altura de su vida, por lo menos. Demanera que la saludó con un apretón de manos y un espantoso «Qué dice, doctora»que estableció una prudente distancia entre los dos. Ella aceptó ese límite y setrataron con una cortesía distante durante los dos años siguientes, aunque se veíanocho o nueve horas por día, cinco días a la semana.Una mañana cualquiera Irene pasó sin preámbulos a tratarlo de vos. Con sunaturalidad de roda la vida, simplemente un lunes le dijo «Qué tal, Benjamín.Necesito que me ayudes con la excarcelación de los Zapata, ¿podés?». Chaparropudo. Y así habían seguido las cosas en los años siguientes, hasta que él le anunció que se jubilaba. ¿La había sorprendido la noticia? El optimista empedernido quehabitaba en Chaparro quiso insinuarle que la cara de ella se había transformado enuna mueca de tristeza contenida y sorpresa mal disimulada. Pero no había motivopara eso. Se suponía que todo el mundo en el Juzgado estaba al tanto. ¿La perturbabaentonces que se fuera?De todos modos, Chaparro cortó esas elucubraciones desde la raíz. Se preguntó—no pudo evitarlo— si valía la pena confesarle la verdad a esa mujer a la que amabay se respondió que no, que de ningún modo. Declararle su amor a esa mujer, ¿no erareconocer que la había amado durante casi treinta años? ¿No era confesar que sehabía pasado la vida queriéndola en la lejanía? ¡No! Podía contestar con enjundia. Dehecho, apenas habían compartido algún tiempo juntos, en esa ponchada de tiempo.Pero en lo más recóndito de su alma Chaparro sabía que nunca había dejado deamarla, y que una mezcla de azar, sentido común y cobardía la habían mantenidosiempre ajena. Era dueño de su silencio. Si hablaba, terminaría hundido en el pantanode la compasión de ella. Estaba decidido a evitarle y a evitarse cualquier frase alestilo de «pobre Benjamín, yo no sabía...». De solo pensarlo a Chaparro se lenublaba la vista de rabia y de vergüenza. Que su amor muriese con él, pero que no seensuciara.—Benjamín... ¿no es esa causa?Chaparro se sobresalta. Irene lo mira, sonriente, interrogativa, y él se preguntacuánto tiempo habrá estado con cara de bobo. En realidad, no puede haber sidomucho. Está tan acostumbrado a pensar en esa historia, que ama y que le duele, quepor lo menos la piensa rápido.—Sí, sí. Esa causa.—Bueno, ahí los llamo.Irene demora un segundo, sosteniéndole la mirada, antes de buscar en su agendael número del Archivo. Por fin a Chaparro se le destrenzan las tripas cuando ella bajalos ojos hacia la libreta y el teléfono. Se comunica y saluda con la familiaridad desiempre, mientras pide hablar con el director. Tiene los ojos bien abiertos, y sonríecon esa expresión algo absorta de quien habla con alguien sin verlo. Así como está,de perfil, vuelta casi hacia la ventana, Chaparro puede observarla a su antojo. Detodos modos, se contiene. Sabe por experiencia que, después de un rato de mirarla, logana la angustia de no poder arrebatarla en sus brazos y besarla minuciosa einfatigablemente. Termina siendo preferible mirar para otro lado.—Ya está, Benjamín —dice cuando cuelga—. Ningún problema. En el Archivo teconocen hasta las baldosas.—¿Es un cumplido o un chiste por mi vejez, doctora?Ella se pone seria. Solo sus ojos siguen sonriendo, levísimamente.—¿Debo suponer que hasta que vuelvas a necesitarnos no vas a asomar la nariz por estos lados?«Si es por necesitarte, no podría salir de esta oficina por el resto de mi vida». Esaes la respuesta que le daría Chaparro si tuviera las agallas.—Cualquiera de estos días me pego una vuelta, Irene —contesta en voz alta,porque no las tiene.Ella no responde. Se incorpora del asiento, le acerca la cara y le da un beso llenoy sonoro en la mejilla izquierda. Chaparro siente el espesor de sus labios, el roceínfimo de su pelo, la tibieza de su cuerpo inminente y una maldita fragancia silvestreque se le va directo al cerebro, a la memoria, al deseo de tenerla y a un insomnio detres noches con sus días.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora