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En el taxi, unas horas después, con Sandoval apenas cruzamos palabra, como si losdos lamentásemos demasiado lo que estaba por ocurrir y ya no tuviésemos deseos defingir, él que estuviera contento y yo que estuviese convencido.—Cruce por debajo de la General Paz y déjenos ahí nomás, en la vereda en la queparan los micros de larga distancia —Sandoval le indicó al chofer.Bajamos las valijas del baúl y amagué con despedirme. Eran doce menos diez.Sandoval me atajó.—No, yo espero a que te subas.—Dejate de hinchar. Andate ahora, que mañana se trabaja. ¿Qué te vas a tomardesde acá hasta tu casa? Aprovechá el taxi.—Ah, sí, seguro. Y te dejo de seña acá, en Ciudadela. No jodás —me dio laespalda, se encaró con el taxista y pagó el viaje.Arrimamos las valijas al exiguo grupo de gente que, según averiguamos, esperabael mismo micro.—Viene del lado sur, de Avellaneda, por ahí —me aclaró Sandoval—. Llegasmañana a la noche.—Flor de viaje —me lamenté.Pese a todo, cuando llegó el ómnibus, enorme y brillante, y se arrimó al cordóndelante de nosotros, no pude evitar un arrebato de emoción infantil ante laperspectiva de viajar lejos, como me ocurría cuando mis viejos me llevaban devacaciones. Por eso me alegré cuando Sandoval me dio el pasaje y vi que llevaba elnúmero tres: a la derecha, primer asiento. Vigilamos mientras uno de los choferes decamisa celeste y corbata azul revoleaba mis valijas al fondo del depósito, después decerciorarse de que iba a San Salvador. Un poco más a mano ubicaron las de lospasajeros que iban a Tucumán y a Salta. Era cierto aquello de que me estaba rajandoal último rincón de la Argentina. Recién nos alejamos cuando, con un chasquido, elchofer cerró la portezuela y accionó la traba.Nos dimos un abrazo a un costado de la puerta del micro. Me di vuelta y empecéa subir los escalones, pero de repente me volví para hablarle.—Quiero que hagas algo —no sabía cómo empezar—. O mejor dicho, que no lohagas.—Tranquilo, Benjamín —Sandoval parecía estar esperando ese diálogo—.¿Cómo me voy a andar poniendo en pedo si no tengo a nadie que me pague las copasy me lleve en taxi a casa?—¿Es una promesa?Sandoval sonrió, sin despegar los ojos del asfalto.—¡Eh! No exageres. Tampoco me pidas tanto.  —Chau, Sandoval.—Chau, Chaparro.A veces los varones nos sentimos más seguros detrás de cierta frialdad para tratara quienes queremos. Lo saludé a través de la ventanilla después de tomar asiento.Alzó una mano, sonrió y se fue a tomar el 117, que a esa hora pasaba cada muerte deobispo.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora