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Al día siguiente de la indagatoria fui a buscar a Morales. No intente ubicarlo en elbanco ni por teléfono. Pretendí hallarlo en Plaza Once. Me parecía de una calladadignidad que el pobre hombre se enterase de la detención de su único enemigoprecisamente en uno de los mangrullos que había improvisado para tratar deavizorarlo. Aunque no hubiera tenido éxito, llevaba —yo estaba seguro— tres años ymedio intentándolo sin desmayo. Ir a decírselo allí me parecía incluirlo en la mínimahazaña.El copetín al paso estaba casi vacío. Era tan pequeño que un solo vistazo a lasvidrieras me bastó para descartar que Morales pudiese estar en ese sitio. A punto depegarme la vuelta, se me ocurrió una idea. Entré al local y caminé hasta la cajaregistradora. El dueño era gordo y alto, y miraba con la expresión de esos seres queya lo han visto todo y no aguardan sorpresas detrás de ninguna cosa.—Disculpe, don —me acerqué sonriendo. Siempre me produce una ciertaturbación entrar a un negocio en el que no tengo intenciones de comprar nada—.Ando buscando a un muchacho que suele parar acá, alguna que otra tardecita. Esmedio rubión. Bastante pálido. Un tipo alto, flaco. Usa un bigotito recto.El gordo me miró. Supongo que para regentear un bar en el Once una de lascompetencias necesarias es distinguir rápidamente a los locos y a los estafadores.Pareció descartar en silencio que yo estuviese incluido en alguna de las doscategorías. Asintió levemente y miró el mostrador, como iniciando una búsqueda enla memoria.—Ah —dijo de repente—. Ya sé. Usted lo busca al Muerto.No me sorprendió que caracterizara a Morales de ese modo. No había ni asomode burla en su voz. Era sencillamente una caracterización objetiva construida a partirde ciertos signos evidentes. Un cliente que viene todas las semanas, pide lo mismo,paga con cambio y se pasa dos horas en silencio, inmóvil, mirando hacia fuera, puederesultar bastante parecido a un cadáver o a un fantasma. Por eso no sentí que hubierade mi parte una traición, o un sarcasmo, o una exageración cuando le contesté que sí.—Esta semana ya vino, sabe... —dudó, como buscando otra circunstancia con lacual relacionar la última visita de Morales— el miércoles. Sí. Estuvo anteayer.—Gracias —de modo que seguía viniendo. Yo no había esperado otra cosa.—¿Quiere que le diga algo cuando lo vea? —el gordo me atajó con la pregunta ala altura del umbral.—No, deje. Gracias. Vuelvo a pasar otro día —respondí después de pensar unmomento. Saludé y me fui.En el corredor en penumbra me asaltó la voz vulgar de los altavoces. Reciénentonces reparé en que el último atardecer que había andado por ahí había sido aquel  cuando me había topado con Morales, unas horas antes de poner fin a mi matrimonio.A Marcela la había visto dos o tres veces más, firmando papeles en el JuzgadoCivil. Pobre mina. Todavía hoy me pesa haberle hecho tanto daño. La noche en quellegué decidido a irme para siempre le quemé el manual que ella ya tenía redactadopara vivir el resto de la vida. Intenté explicarle. Aun temiendo lastimarla le hablé delamor, y me atreví a confesarle la absoluta falta de amor que advertía en nuestrapareja. «Qué tiene que ver», me había contestado. Supongo que ella tampoco mequería, pero en su proyecto no había sitio para las incertidumbres. Pobre. Si mehubiera muerto, le habría causado muchas menos complicaciones. Las vecinas noobjetan la existencia de las viudas en el tribunal de la peluquería. Pero ¿separada en1969? Eso era atroz. ¿Cómo iba a hacer ahora para tener sus tres hijos, su casa conjardín en los suburbios, su auto familiar, su enero en la playa, su primogénito doctor,sin un legítimo marido que la sostuviera en el intento? A veces es asombroso el dañoque podemos causar sin proponérnoslo. En este caso, sospecho que fue mayor que elsacrificio que me negué a hacer para evitar infligirlo. Ese día de 1972, en el que volvía pasar por la estación de Once, me agobió el peso de la culpa, y tras ella la tristeza.Ya dije que nunca más la vi, después de entonces. ¿Habrá encontrado alguien conquien retomar el sendero de la vida para la que se sentía preparada, esa que debíaconducirla sin sorpresas hacia una vejez sin preguntas? Espero que sí. En cuanto amí, o en cuanto al que yo era ese atardecer, salí por Bartolomé Mitre y caminé hastael minúsculo departamento de Almagro al que me había mudado.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora