Transcurrieron más de dos años y medio hasta las 16.45 del lunes 23 de abril de 1972,cuando las puertas del tren detenido en el andén dos de la estación de Villa Luro,accionadas por el guarda Saturnino Petrucci, se cerraron en las incrédulas narices deuna señora madura y gorda. Asomando medio cuerpo afuera del vagón, el guardaacarició el botón con el letrero de «chicharra», pero no llegó a oprimirlo. En cambio,terminó por apretar el de «abrir». Todas las puertas de la formación volvieron aabrirse con un chasquido neumático y la mujer, alborozada, dio un saltito desde elandén hasta el vagón y se derrumbó de inmediato en un asiento vacío.El guarda Saturnino Petrucci —uniforme gris, frondoso bigote entrecano, vientreconsiderable— se alegró de no haber sucumbido a la crueldad gratuita de dejarpagando a la gorda en el andén. ¿Cómo era que se le había pasado por la menteejecutar semejante canallada? La respuesta era vergonzosa, pero clarísima. Se lehabía ocurrido como un modo de vengarse. No de la gorda, a la que no conocía, sinodel mundo en general. Deseaba vengarse del mundo porque lo culpaba del humorlúgubre que tenía desde la tarde del día anterior, domingo, para más datos. Y suhumor lúgubre se lo debía, ni más ni menos, a una nueva derrota del Racing Club deAvellaneda. O sea que había estado a punto de jorobarle la tarde a una pobre mujerpor el fútbol. El dichoso, el maldito, el eterno asunto del fútbol.Petrucci se sentía un idiota por amargarse a raíz de los resultados de su equipo.Pero sentirse un idiota no le solucionaba la amargura. Casi al contrario: sentirse idiotale ensombrecía todavía más el ánimo. Un dolor enorme, que encima fuera ilegítimo,sucio, inmerecido, era demasiado para cargar sobre sus anchas espaldas de futbolerocurtido. ¿Nunca iban a volver los buenos años de su juventud, esos en los que Racingse había cansado de ganar campeonatos? Se consideraba un hombre paciente yagradecido. No quería ser como esos plateístas insoportables que reclaman éxito traséxito para sentirse plenos. A él le bastaba con mucho menos. Pero hasta el «equipo deJosé» empezaba a convertirse en un recuerdo. ¿Cuántos años, desde el gol deCárdenas y la copa del mundo? Cinco. Cinco largos años. ¿Y si pasaban otros cinco?¿Y si pasaban otros diez sin que Racing saliera campeón? Dios Santo. No quería nipensarlo, como si hacerlo fuese un modo de invocar a los malos espíritus.Ese lunes se había iniciado con todos los ornamentos de la derrota: los titularesdel diario, las bromas en la Oficina de Guardas, la mirada socarrona de un par demaquinistas. Era esa bronca contenida, lentamente destilada, la que casi habíaconvertido a la gorda en su víctima. Miró por el vidrio de la puerta. Entregaba esaformación en Once y volvía con un rápido. Chistó. Había logrado la dosis deserenidad suficiente como para liberar a la mujer de su venganza inútil, pero el talantetormentoso seguía con él. No quería volver a su casa con el entripado encima, porque era un buen padre y un buen marido. Optó entonces por sacarse la rabia del modomás honesto que conocía: persiguiendo pasajeros colados.Con un gesto rápido extrajo del cinturón la perforadora y a la voz de «Boletos,pases y abonoooos», sostenido en un ligero agudo sobre el final, se volvió hacia losescasos ocupantes del vagón en el que estaba. Conocedor de su oficio, relojeó de unvistazo a los hombres. Difícilmente las mujeres viajaban sin pasaje. No eran más deseis o siete varones, dispersos en los asientos de cuerina verde. Unos cuantos sellevaron la mano a algún bolsillo. Dos, en cambio, se incorporaron y empezaron acaminar por el pasillo hacia el vagón siguiente. Sin apresurarse, picó el boleto decartón blanco y anaranjado de una joven madre. No necesitó seguir a los fugitivoscon la mirada. Un simple golpe de vista le advirtió que uno llevaba un gamulán. Elotro, un petiso de pelo negro, una campera azul. El tren estaba aminorando la marcha.Agradeció a un viejo que le alcanzó el abono y se aproximó a las puertas. Colocó lallave en el tablero y accionó el botón de «abrir». Bajó al andén. Lo único que leinteresaba de la estación Floresta era ubicar a los dos colados que habían disparadocomo rata por tirante. A uno lo ubicó enseguida: el del gamulán acababa de bajarse,de poner cara de otario y de recostarse contra un árbol. Petrucci lo favoreció con suindulgencia. Le bastaba con que se hubiese bajado de su tren. ¿Y el otro? El petiso decampera azul, ¿dónde estaba? Petrucci sintió que la furia que había incubado durantetodo el día lo asaltaba de nuevo. ¿Tenía ganas de hacerse el piola? ¿No le resultabasuficientemente temible su estampa fiera de guarda experimentado? ¿Se sentía asalvo simplemente por haberse cambiado de vagón? ¿Lo tomaba por un boludo?Perfecto.Cerró las puertas, oprimió «chicharra», esperó que el tren arrancara y soltó lapuerta que tenía trabada con el pie. Después guardó en el bolsillo la picadora deboletos y la llave de control de puertas. Intuía que sería preferible tener las manoslibres. Emprendió la marcha por el pasillo, bamboleándose levemente por el enviónque le daba la inercia. No se detuvo en el vagón contiguo: de un vistazo habíaadvertido que el candidato no estaba en ese. Pasó al otro coche: tampoco estaba allí.Sonrió. El idiota se había metido en el último. La puerta chirrió cuando la abrió degolpe. Ahí estaba: sentado sobre la izquierda, haciéndose el sonso, mirando por laventana como si tal cosa. Petrucci caminó sacando pecho y balanceando los hombros.Se le paró al lado y murmuró con voz grave:—Boleto.¿Por qué el gilún se empeñaba en tomarlo de pelotudo? ¿Para qué esa carita deasombro, de sobresalto repentino, esos ademanes de busco en un bolsillo, busco en elotro, me hago el contrariado porque no lo encuentro, chasqueo la lengua parahacerme el preocupado? ¿Se pensaba que no lo había visto bajar del quinto vagónantes de Floresta? —No lo encuentro, señor.«Señor, las pelotas», pensó Petrucci. Lo consideró con ternura y le dijo, con tonode padre severo:—Voy a tener que cobrarte la multa, petiso.Y entonces sucedió algo. Bueno, en realidad, siempre suceden cosas. «Sucedióalgo» significa aquí que la siguiente conducta de uno de los involucrados en elentredicho tuvo consecuencias trascendentes para lo que uno intenta contar en estelibro. El joven se puso de pie, sacó pecho, frunció el ceño y habló mirando a los ojosdel guarda:—Entonces le vas a tener que cobrar a Magoya, gordo de mierda. Porque yo notengo un mango.Petrucci se sorprendió, pero su sorpresa llegó revestida de alegría. Este joven lecaía del cielo. La gloriosa Academia había sido derrotada la víspera. Sus conocidoshabían hecho leña del árbol de su desdicha durante buena parte de esa jornada. Peroeste joven impertinente y malhablado le daba la posibilidad de ventilar los oscurossentimientos que venían dominándolo. Adelantó un brazo y lo apoyó con firmeza enel hombro del muchacho:—No te hagás el piola. Ahora te bajás conmigo en Flores y vemos cómo te lasingeniás para pagar, enano.—Enano la concha de tu madre.El muchacho habló mirándolo con rabia. Más tarde Petrucci diría que lo agarródesprevenido, lo que no fue del todo cierto. El guarda palpitaba, intuía, casi deseabaque el otro armara gresca. Pero la pifia que le tiró el mocoso fue tan veloz y tan biendirigida que lo impactó en plena nariz y lo cegó por un instante. El muchacho sacudióun poco la mano dolorida. Más tarde, los médicos le diagnosticarían una fractura demetacarpo. Hizo una ligera contorsión para salir al pasillo y eludir el voluminosocuerpo del guarda. Pero, cuando casi lo había conseguido, sintió que una mano brutallo aferraba del cuello de la campera y lo ponía diestramente de espaldas al pasillo.Después percibió que otra mano lo agarraba desde atrás, del cinturón, y ambas lolevantaban en vilo. Por último, se vio lanzado contra el marco de aluminio de laventana, que se le estrelló en la frente. Era un pibe fuerte. Aunque aturdido, mantuvola vertical, ahora libre de las tenazas de las manos del guarda. Se giró hacia él y armóla guardia. Tal vez si el señor de uniforme gris hubiese sido algo más liviano, o si nohubiese practicado en la Federación de Box cuando joven, o si Racing hubieratriunfado la víspera, el muchacho sin boleto habría salido bien librado de la pelea.Pero no era el caso. Por eso recibió un puñetazo brutal en la boca del estómago que lodobló en dos, seguido por un directo a la mandíbula que lo dejó grogui. De postre,Petrucci le sirvió un gancho en el vientre que le hizo saltar las lágrimas.En ese momento el tren se detuvo. Feliz, altivo, Petrucci recibió algunos aplausos del reducido público que se había concitado en el trayecto desde Floresta hastaFlores, manipuló el tablero para abrir las puertas y sacó al colado casi arrastrándolode los pelos. Caminó con él hasta la oficina, casi en la otra punta del andén. Unoscuantos curiosos se asomaban a las puertas, a medida que lo veían pasar arreando alaturdido muchacho. Petrucci buscó al suboficial de consigna. Lo saludó con unainclinación de cabeza y le relató sucintamente lo que acababa de ocurrirle. Elsuboficial se hizo cargo del fulano.—Vamos a hacer una cosa —dijo, esposando al joven a una silla de madera con elrespaldo a listones verticales—, lo remito a la seccional por averiguación deantecedentes. No debe tener nada, pero para joderlo un rato. Va a aprender a nopasarse de piola, pendejo de mierda.—Macanudo —respondió Petrucci, mientras se palpaba por primera vez la nariz,ahora que le empezaba a doler en serio.—¿No tendría que hacerse ver ese golpe? —preguntó el policía—. Mire que tieneun aspecto fulero.—Sí, la verdad que me agarró justo, el malparido —hablaban delante delmuchacho, que miraba fijamente el suelo.El policía lo acompañó a la puerta. Afuera el tren seguía detenido.—Y todo por hacerse el gallito, pedazo de infeliz —Petrucci sentía la necesidadde explicarse—. Si me dice que no tiene plata, o me pide que por favor lo deje, capazque no le digo nada, ¿sabe?—Qué le va a hacer. Algunos de estos pibes de hoy día se comen el mundo, ¿vio?—Qué cosa... —concluyó el guarda.Saludó con un gesto, cerró las puertas y tocó la chicharra. El tren demoró unsegundo en arrancar porque el motorman andaba distraído después de semejanteespera. Cuando Petrucci llegó a Once, tenía la nariz hinchada y sanguinolenta. Lomandaron al Hospital Ferroviario a que le sacaran una radiografía y lo viera unmédico. «Fractura de tabique nasal», dijo el doctor que lo revisó en la guardia. «¿Nose desmayó?». Petrucci negó con la cabeza, como si que a uno le partieran el tabiquefuera lo más normal del mundo. «Vaya a su casa. Le pongo cuatro días de reposo. Meviene a ver el viernes y vemos cómo sigue».Petrucci pensó que de ahí en adelante iba a fajarse con un colado lo menos unavez al mes, si eso le garantizaba semejantes licencias. Volvió hecho unas Pascuas.Tomó el tren en Once sin pasar por el control. Tenía que entregar los papelesdirectamente en la oficina de Castelar, y estaba verdaderamente cansado. Cuandollegó con los comprobantes del hospital, algunos compañeros le salieron al paso.—Acá está el sheriff, abran cancha —dijo alguno, haciéndose el chistoso.—No rompás las bolas, Avalos —lo cortó.—En serio, macho, ¿no te enteraste? —¿De qué?—El pibe al que agarraste. El que se fajó con vos.—Sí, ¿qué pasa?—Viste que quedó en Flores para averiguación de antecedentes...—¿Qué? No me digas que le saltó algo, al pelotudo.—¿Algo? Tenía una orden de captura, o algo así, de la puta madre. De un Juzgadode Capital, por homicidio y no sé qué más...—Mirá vos —Petrucci estaba realmente sorprendido. Sorprendido y con unanacrónico dejo de temor: ¿y si hubiese tenido un arma?—Así que ahora sos una especie de guardián de la ley, ¿viste? —intervino otro.—Dejate de joder, Zimmerman. ¿Con esa cara de borrego y con captura porhomicidio? ¿Sería de esos pibes de Montoneros, algo de eso? Me voy a casa. Estoyrendido.Se cruzaron algunos saludos desganados. Mientras caminaba hasta la parada del644 cartel blanco, Haedo/Barrio Seré, Petrucci pensó que el día no terminaba tan maldespués de todo. Se había sacado la bronca con el boludito ese. Le habían dado cuatrodías de licencia, que le venían bárbaro para terminar el contrapiso de la pieza delfondo. La nariz apenas le dolía porque le habían dado unos calmantes para caballo,según el médico. Y seguro que Racing tarde o temprano iba a salir campeón, despuésde todo. ¿Cuánto tiempo podía faltar para que sucediera?Se sentó en el colectivo. Palpó en el bolsillo el papel que le había alcanzadoAvalos. «El nombre del pibe», le había dicho. En el momento no le había dadobolilla, pero ahora sintió curiosidad. Lo desplegó: «Isidoro Antonio Gómez». Petruccihizo un bollo con el papel y lo dejó caer al piso sucio del colectivo. Después seacomodó como para dormitar unos minutos, teniendo buen cuidado de no apoyar lanariz contra la ventanilla, porque de lo contrario iba a ver las estrellas, y capaz quevolvía a sangrarle.
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La pregunta de sus ojos
Gizem / GerilimHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...