El cura, la mujer y la manzana

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Mientras el cura de la catedral limpiaba el altar del altísimo, escuchó cómo las puertas de la iglesia se abrieron y cerraron lentamente, para luego darle paso a un taconeo firme que resonó por todo el lugar.

Al darse la vuelta, el cura quedó pasmado al ver a la mujer, alta, elegante, vestida de negro, con un gran sombrero, y un pequeño velo, negro transparente, sobre su rostro que no ocultaba su gran belleza; que caminaba por el pasillo central de la catedral, acercándose a él con paso decidido.

- Padre, me gustaría confesarme - dijo la mujer sin inmutarse, al llegar a donde él estaba.

Sin palabras, el cura, solo se límito a señalar el confesionario con su dedo y a hacerle señas para que la mujer lo siguiera.

Después de varios mínutos, la mujer salió del confesionario y se arrodilló frente a una imagén de la Virgen María para rezar su penitencia; mientras lo hacía, el cura, no le quitó ni un solo segundo la mirada de encima, luchando consigo mismo para no tener pensamientos impuros por los pecados que acaba de escuchar.

Al terminar sus oraciones, la mujer se levantó, y con su respectivo taconeo se dirigió a la puerta de la catedral, por donde había venido; pero a mitad de camino, dio media vuelta y regresó a donde estaba el cura.

- Disculpe Padre, lo olvidaba - dijo la mujer, sacándo de su pequeña bolsa una roja y brillante manzana y una tarjetita de presentación - muchas gracias por todo, tenga una pequeña ofrenda que le he traído, y mi número en caso de que algún día necesite de mis servicios.

- Gr-gracias - titubió el cura, aceptando lo que se le ofrecía.

Sin decir más nada, la mujer hizo una pequeña reverencia con su cabeza, y se marchó.

El cura, atónito por lo acaba de suceder y olvidando el primer capítulo de las sagradas escrituras, mordió institivamente la manzana y se guardó el número de la bella dama, en el bolsillo secreto de su sotana.

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