Cuando el pequeño Al, que era el menor de cuatro hermanos de una familia de drogadictos, entró a la universidad, todos en el barrio donde vivía se enorgullecieron de él y lo felicitaban diciéndole:
- ¡Así se hace, pequeño Al, no sigas el camino de tus hermanos!
- ¡Qué bueno que estés estudiando! ¡Supérate, muchacho, y sal adelante!
- Yo sabía que tú eras el intelegente de esa familia, Al, ¡no te rindas!
- Gracias - les decía Al, quien recibía todos estos comentarios sonriendo levemente y bajando la cabeza; pero no por timidez ni humildad, sino por lo que le costaba aguantarse la risa, al escuchar las estupideces que pensaban sus vecinos sobre él, cuando él sólo había comenzado a estudiar en la universidad con el unico proposito de conocer más personas y, así, conseguir más clientes a quien venderles drogas.