Capítulo 11

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Tenía que disimular mi idiotez. Me sentía como una completa tonta por haber creído las palabras de Beck, solo lo había hecho para obtener su cajetilla de cigarrillos. Todo fue un sucio juego suyo ¿Por qué soy tan ingenua? ¿Cómo pude haber creído que Beck podría llegar a ser amable conmigo? Ahora me doy cuenta que todo fue parte de su juego. Jugó el papel de chico rebelde pero con un lado amable, y me mostró ambos. Caí por ambos, caí en su trampa. Hizo todo para que le devolviera sus cigarrillos ¿Quién más se los hubiese devuelto? Nadie. No hay otro ser tan ingenuo como yo. Pude ver sus colmillos y los confundí por una sonrisa. No debería sorprenderme de haber confiado en él, siempre fui ingenua y vi lo bueno en las personas, pero aquello superó mis expectativas. Efectivamente logré superar mi grado de idiotez e ingenuidad. Fui una presa fácil, la más fácil del montón. Soporté sus gritos, sus cambios de humor, su beso, su enojo, su amabilidad repentina. Presencié la tormenta armarse y desarrollarse frente a mis ojos, creyendo que el agua no alcanzaría a mojarme. Caí en su juego. Ya está, ya no más, nunca más lo volveré a ver.

Apoyé mi cabeza en la ventanilla, pretendiendo estar dormida para evitar una conversación con Ryan. Es mi amigo y me conoce. No quería dar explicaciones, conociéndolo comenzaría a hacer preguntas ¿Por qué estás enfadada? ¿Quién era ese chico? ¿Pasó algo entre ustedes? Odio ocultarle cosas, Ryan siempre fue mi psicólogo. Me avergonzaba de mi misma, me sentía una completa idiota por haber confiado en Beck, y más que nada por haberlo besado. Si liberaba por mis labios lo que estaba atrapado en mi mente, me sentiría más idiota aún. Permanecí en silencio, dispuesta a ocultar todo lo sucedido en aquellos días de campamento, deseando que mi mente reprimiera aquellos recuerdos. Seguramente, dentro de diez años se convierta en una anécdota de la que me ría. Pero en aquel momento sólo quería gritar, pegarle a Beck, dormir, pegarle a Beck, comer y pegarle a Beck.

La música del estero invadía el interior del auto. Una mezcla de rock y folk me hizo reposar sobre un profundo sueño. Mi sueño fue extraño, nada fuera de lo común. Era de aquellos sueños en los que las personas y los lugares cambian sin razón aparente, pero en aquel momento tienen sentido. Estaba en un barco con mi hermano Dante y la cocinera de mi escuela y había unos piratas persiguiéndonos. Dante me gritaba, ordenándome que acomodara la vela y atara sogas, y yo me frustraba porque no sabía hacerlo. En cuestión de segundos me encontraba en una casa, aunque no recordaba cómo había llegado allí. Estaba cenando con una mujer de cabello oscuro y hermosos ojos azules verdosos. Su sonrisa era agradable y el costado de sus comisuras había hoyuelos. Su tono de voz era claro, pero no lograba comprender ninguna de sus palabras. Por algún motivo, en mi sueño nuestra conversación no me resultaba extraña.

Me desperté con un fuerte de sonido de guitarra eléctrica. Abrí mis ojos y lo vi a Ryan bajando rápidamente el volumen de su música.

"Perdón Zoe, te desperté" Me dijo mi amigo con voz culposa. Negué con mi cabeza y le sonreí.

Me senté bien sobre el asiento y acomodé mi cabello. Llevé mis ojos hasta la ventanilla. El paisaje me resultaba conocido, estábamos por entrar a Mount Vernon. Ahora que estaba despierta, Ryan se animó a subir nuevamente el volumen de su música. Instantáneamente reconocí la voz de Alex Turner. La obsesión de mi amigo por Artic Monkeys había aumentado considerablemente en los últimos meses. Jamás fui muy partidaria de sus gustos musicales, ambos optamos por distintos tipos de rock. Me gusta más el clásico a él el moderno y pesado. Según mi papá lo que escucha Ryan no es rock, es sólo un falso imitador. Sus dedos tamborileaban contra el volante negro y su voz se fusionaba con la que salía por los parlantes, a tal punto que parecía que eran una sola.

Escucharlo cantar siempre me trajo tranquilidad. Nos conocimos en clase de música cuando comenzamos el instituto. Nuestra profesora era una tortura total, pero amaba a Ryan por su voz. A pesar de que en aquel momento su voz estuviese cambiando, se escuchaba igual de genial que ahora. Nos asignaron un solo a cada uno, y cuando llegó mi momento de cantar me congelé. Las risas de mis compañeros comenzaron a resonar contra las cuatro paredes, que parecían comprimirse. No tuve mejor idea que salir corriendo por la puerta y decidí inmediatamente abandonar el club de música. Recuerdo estar sentada en el suelo del pasillo vacío, mi espalda golpeaba la fría pared blanca. No sabía manejar mis emociones, menos a esa edad. Una mano se apoyó sobre mis hombros y yo elevé mi vista, secando las lágrimas derramadas por mi orgullo herido.

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