¿y mi amiga?

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Mi tía vive en los llanos Venezolanos (lugar donde es común escuchar historias de apariciones y brujería); cuando era niña, solía viajar con mis padres a su casa, una típica casa llanera, grande, con corredores espaciosos y un patio enorme como la mayoría, con una pequeña huerta y muchos árboles, incluso mascotas. El patio de mi tía, en particular, tenía muchos árboles de fruta y me encantaba treparme en ellos. Siempre, después del almuerzo, salía a jugar al patio a trepar los árboles y no había un solo día en el que mi tía no me dijera, “No te vayas por el camino de la reja”, antes de que yo saliera a jugar al patio. Se trataba de una vieja reja de varillas de hierro que estaba trancada con cadenas y un candado, y cubierta de ramas de enredaderas y ortigas; no se podía ver al otro lado, apenas se divisaba un caminito empedrado que se perdía a unos metros.

No recuerdo cómo conocí a una pequeña niña con la que entablé una amistad. Todas las tarde solía ir a jugar al patio y a veces la encontraba llorando. Le pedía que jugara conmigo y eso hacíamos, sólo que ella me pedía de favor que no le comentara a nadie que jugábamos juntas, porque según ella, “puede que no nos dejarían jugar más”. No entendía, pero la obedecí, nunca le dije a mi tía o a mi familia que yo jugaba con esa niña.

Algo que me hacía enojar, era que cuando jugaba con la niña ella a veces me insistía con que la acompañara a visitar a sus padres, y me decía que debíamos ir por el camino de la reja. Yo me enojaba y le decía que no porque mi tía me regañaría y que no debía ir por esa reja. Entonces la niña comenzaba a llorar y se iba corriendo por ese dichoso camino y yo enojada regresaba a la casa, hasta el día siguiente cuando volvía a jugar con ella.

En fin, yo crecí y por el trabajo de mis padres dejamos de visitar a mi tía durante años. Pero hace un año, cuando yo tenía diecisiete, volvimos a su casa. En una charla mientras tomábamos el café de la tarde, mi tía sacó un álbum de fotos y me enseñó una de las fotos en las cuales yo estaba trepada en uno de los árboles de su patio. Me sentí feliz de recordar aquellos momentos, pero me dio curiosidad saber qué le había sucedido a mi amiguita de la infancia, entonces se lo pregunté a mi tía.

—Tía… ¿y mi amiga?

Ella, extrañada, me preguntó:

—¿Cuál amiga?

—La niñita con la que jugaba en tu patio, ¿no la recuerdas? Era una niña delgada y siempre traía un vestido blanco y los cabellos largos sobre su rostro —le expliqué, haciendo ademanes con mis manos y sonriendo, como si fuese la cosa más normal del mundo—. Sí, esa niñita que me invitaba a conocer a sus padres. Ella vivía por la reja que nunca me dejabas cruzar.

Mi tía me miró estupefacta, su criada incluso dejó caer la jarra del café al suelo y salió corriendo hacia la cocina. Todos los demás me miraban fijamente y yo me extrañé. Mi tía sólo respondió:

—Yo nunca he tenido vecinos… y por tu bien espero que nunca hayas cruzado esa reja.

No comenté nada más acerca del tema, pero estaba intrigada por eso que mi tía me había dicho. Esperé que la familia se fuera a sentar a la sala de estar, y cuando estuvieron reunidos allí, muerta de curiosidad, me dirigí al patio y a la reja.

Arranqué algunas hierbas que cubrían la reja y todos mis esfuerzos por abrir el candado fueron en vano. Desesperada y más curiosa que nunca, decidí trepar la reja; claro que terminé toda aruñada por las púas y picada con las plantas de ortigas, pero del otro lado de la reja y satisfecha de ello.

Con un trote recorrí el camino de piedras, que no era tan largo como pensaba, y sólo me llevó a las ruinas de lo que parecía ser una casa. Miré de cerca las paredes y al tocarla mis dedos se mancharon de negro, por lo que deduje que esa casa había sido incinerada.

La luz del día comenzaba a extinguirse y por alguna razón comencé a sentir frío y miedo… y una extraña sensación de que alguien me miraba y que en cualquier momento saltaría sobre mi espalda y me mordería. Me alejé, mirando en todas las direcciones que podía y que la luz de la linterna de mi encendedor iluminaba; pero sólo veía vegetación y las ruinas de la casa.

Sentí mucho miedo y corrí alejándome de aquel lugar, pero el camino de piedras se me hizo tan distante y tan largo, pensé que jamás llegaría a la puerta y no hacía más que voltear, porque realmente sentía que había alguien detrás de mí, persiguiéndome. No veía la hora de llegar a la reja y poder saltarla; y cuando al fin llegué a ella, no pude treparla, mis pies me temblaban y me pesaban como si fueran de cemento. Creo que lloraba, no lo recuerdo, pero hice un tremendo esfuerzo y me agarré de lo único de lo que podía sujetarme, los alambres de púas. Mis manos se lastimaron y hasta sangraron, pero no había otro lugar del cual sujetarme para poder salir, la reja estaba oxidada y llena de moho, lo que la hacía resbalosa, y por los costados estaba cubierta de ortigas y eso lastimaría aún más mis manos.

Lo peor era que realmente sentía una presencia detrás de mí, y tenía tanto miedo que no quería voltear siquiera. Bien, ya estando sujeta del alambre logré cruzar la reja, cayendo al otro lado. Corrí hacia el interior de la casa, a la cocina, en donde estaban los criados, y tomé a una de ellas del brazo (la que había dejado caer la jarra del café) y la llevé al patio. Estando allí, le pregunté por la niña, por la casa y por la reja.

La criada me miró con el peor terror en sus ojos, y me contó que antes de que yo naciera, junto a mi tía vivía una familia con una pequeña niña, pero el padre era un alcohólico irresponsable y cuando se embriagaba golpeaba a su esposa y a la bebé, y ella escuchaba los gritos. Cierta noche, parece que el padre llegó ebrio y discutieron, y él, enojado y borracho, quemó la casa con su esposa e hija dentro para luego suicidarse.

Desde ese día, no volví a visitar a mi tía, y no creo volver a hacerlo.

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