La puerta del elevador se abrió y me salí. Las luces estaban apagadas, por alguna razón. Mi departamento se encontraba en algún punto más abajo, cerca del final. Era un trayecto que había recorrido muy a menudo, a diario, sin siquiera pensar en ello. Pero nunca en la oscuridad.
Empecé a caminar; mis ojos se giraban involuntariamente a cada puerta que cruzaba.
Luego lo escuché.
Rasguños. Arrastre. Y un sonido del cual me convencí —oh, pero tan firmemente— que se debía a una unidad de aire acondicionado vieja que se estaba encendiendo.
Hasta que lo vi, emergiendo desde la puerta: ojos hundidos, una máscara de carne desollada en vez de rostro, manos ruinosas y sin dedos extendidas hacia adelante. Y tanta, tanta sangre.
Trastabillé dos pasos para atrás, a punto de caerme, antes de que mi cerebro de reptil se accionara y abrí marcha hacia el elevador.
Detrás de mí, lo escuché croar, arrastrándose en mi dirección.
No miré atrás. Presioné el botón del elevador una y otra y otra vez. Luego, piadosamente, las puertas se abrieron y destellaron un rayo de luz por el pasillo.
Me precipité hacia adentro, colisionando en la pared, casi sollozando por el alivio.
Entonces me di cuenta de que no había cerrado las puertas. Aquello aún se estaba arrastrando, centímetro por centímetro, hacia mí. Azoté mi puño en el botón y recé.
Lo último que vi antes de que las puertas se cerraran, fue sus ojos inyectados de sangre, sin párpados, observándome fijamente.
Ha pasado un mes.
Ahora creo en fantasmas.
Creo que existen monstruos que acechan este mundo. Creo que lo que vi no era humano.
Y debo, debo ignorar los reportes del periódico de que la chica se arrastró sobre sus muñones, sangrando a galones, y murió a solo centímetros de la puerta del elevador.