Fui una hermosa joven una vez, llena de amor y vida. Mi piel blanca como el lirio era suave y cálida, mi estómago hinchado con vida nueva, y mi mano sostenida por mi esposo, Eduardo. Eduardo era un buen hombre. Nos casamos jóvenes, en la primavera, cuando el aire estaba impregnado con la esencia de los árboles floreciendo y la tierra húmeda con el rocío. Recuerdo cómo sonrió cuando levantó mi velo, como si me hubiera visto por la primera vez. Sus ojos eran suaves y azules, arrugándose a los costados mientras me decía que me amaba. ¿Cómo podría haber sabido que este hombre se convertiría en mi maldición? Este hombre gentil, amable, cuyo amor me dio tanta vida que quizá viviría para siempre.
El invierno llegó y mi estómago se abultó con el fruto de nuestro amor. Los vientos fríos obligaban a que me quedara dentro, y las mucamas atendían cada una de mis necesidades. Varios días pasé cosiendo frente al fuego, cantando canciones suavemente sin querer durante horas y horas.
Y entonces, una noche, lo sentí.
El dolor era inmenso, como si hubiera sido rasgada desde adentro. Grité por mis mucamas, y una tomó mi brazo y trató de llevarme a mi cuarto. Otra corrió a por Eduardo y él vino estrellándose a través de la puerta, su comportamiento salvaje con miedo y ansias. Tomó mi otro brazo y me llevaron gimiendo por las escaleras, lamentándome y resoplando con el paseo. Cuando finalmente estaba a salvo en mi cama, el doctor vino. Fue por su camino, y me ordenó pujar y respirar mientras Eduardo sostenía mi mano; los dos estábamos empapados con sudor. De repente, el doctor paró. Habló silenciosamente con la partera y acompañó a Eduardo afuera del cuarto. Él protestó como nunca, gritando sobre su hombro: «¡Estoy contigo, Johanna!».
Sonreí a través de las colas de rata de mi pelo mojado y lo calmé: «No temas por mí, Eduardo. Estaré a salvo aquí». Mi voz, aunque rasgada por el dolor, sonó sorpresivamente calmada. Me miró de vuelta desesperadamente, y la puerta fue cerrada frente a él.
Esa fue la última vez que verdaderamente vi a Eduardo. El doctor dijo que estaba sangrando demasiado y que él no podía pararlo. Lloré: «¡Mi bebé! ¿Mi bebé va a vivir?», pero lo juro por mi vida que no puedo recordar si me contestó. En ese instante, el mundo pareció volverse entumecido. El dolor continuaba, pero menos intenso, como un cuchillo romo. El cuarto pareció tornarse gris ante mis ojos. Podía ver al doctor levantando a mi bebé en una manta empapada con sangre, pero todo lo que pude escuchar fue el colosal zumbido en mis oídos, y no supe si la criatura lloró. La oscuridad se intensificó desde las esquinas de mis ojos, como si estuviera cayendo por un agujero sin fin, y finalmente, me envolvió por completo.
Aún así, no me fui realmente. Era nueva, levantada de mi cuerpo y parada en la esquina de mi cuarto. Por un momento todo estuvo en silencio, menos el zumbido, aunque la luz había vuelto a mí. Vi al doctor abrir la puerta y hablar con Eduardo, y lo vi caer en sus rodillas y gritar en dolor. Vi a las mucamas sorprenderse y tapar sus bocas, y a la partera meciendo a mi bebé en sus brazos, cantando suavemente, sus ojos rojos y punzantes. Y vi mi cuerpo, estirado en esa cama sangrienta, mis ojos aún abiertos y mirándome directo. Traté de tocar mi mano, pero mis dedos pasaron a través. Nos miramos por un momento, como si tuviera la esperanza de que mi cuerpo parpadeara y se sentara. Aun así me acosté ahí, estoica, muerta testarudamente, y sentí cómo me achicaba, como si estuviera siendo drenada completamente de todo lo demás.
Luego, todos los sonidos brotaron de nuevo y me despertaron de mi estupor; los sollozos de Eduardo, el llanto de las mucamas y los gritos de mi bebé. Fui hasta la partera, aunque ella no me vio. En sus brazos rellenos, él se veía tan pequeño. Él también estaba cubierto en sangre, pero estaba muy vivo. Sus llantos fueron la cosa más hermosa que alguna vez había oído, y entre toda la pérdida en mi hogar, nueva vida nos había agraciado.