El negocio de la muerte

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Se encontraba en la plenitud de su vida cuando se mudó a una comunidad pequeña en el campo. En ese entonces, era brillante y ambicioso, con planes para trabajar en el puesto de alcalde local o director del departamento de policía.

Sucedió en un nuevo día de verano, cuando el viento transportaba una brisa cálida y semillas de diente de león. Estaba sentado en una banca negra desgastada por el tiempo, con cautivadora flora de hierro forjado adornando los costados. Fue en esa misma banca de la plaza en la que un hombre anciano y encorvado tomó asiento a su lado.

Ajustándose sus gafas alineadas débilmente que descansaban sobre el puente de su nariz torcida, el anciano dejó escapar una risita leve y dijo:

—Es una forma de arte, en realidad.

Jacobo alzó su cabeza ligeramente hacia la izquierda, y por más peculiar que había sido la afirmación del sujeto, inquirió:

—¿El qué?

—Mi trabajo. Soy un comerciante en el negocio de la muerte. Pero no hay muchos que parezcan apreciarlo.

Menos de un mes ahí y ya estaba conociendo a alguien que tenía pinta de embalsamador. Con la curiosidad asomándose y nada más que hacer ese día, le permitió continuar al anciano.

—Nunca se lo esperan cuando aparezco y las despojo de la vida que han nutrido por tanto tiempo. Al principio, era un verdadero novato; no hacía más que torcer sus cabezas con mis manos desnudas. Pero conforme pasó el tiempo, recolecté un equipo de herramientas impresionante.

Los ojos de Jacobo se ensancharon cuando el anciano dirigió una sonrisa vacía pero sombría hacia la parcela de terreno que rodeaba el ayuntamiento de la ciudad.

Inclinándose hacia el joven incomodado, como si le estuviera contando un secreto, siguió:

—Te confesaré algo, y te prometo que no estoy presumiendo, pero soy el mejor del pueblo. Incluso tengo algunos de los espécimenes más preciosos; pregúntale a quien quieras. Si convences a don Roberto, el dueño de la funeraria de por acá, de que te deje entrar a su casa para una taza de té y una charla amena, podría ser que el idiota cabeza dura te muestre su colección. ¡A veces he tenido el honor de ponerlas en sus mismísimos ataúdes!

Hubo un silencio intranquilo cuando se detuvo para recuperar su aliento, y Jacobo consideró salir corriendo hacia la estación de policía. Pero el anciano interrumpió su propia pausa al señalar con un dedo encorvado hacia un campo vacío no muy lejano. Vacío, excepto por el centro educativo que estaba despachando niños de todas las formas y tamaños, anunciados por una campana de cobre que estaba repiqueteando desde una torre cercana.

—¿Alcanzas a mirar? Por Dios, ¿no son unas verdaderas hermosuras? Si pudiera, me llevaría una a casa en este preciso momento, de no ser por ese maldito director austero. Pero entonces mi señora tampoco estaría muy encantada… Al menos no sin haber pedido su consentimiento. Ah, pero si solo pudiera, les daría un nuevo hogar y el amor y los cuidados que se merecen.

Dejó escapar un suspiro pesado y jugueteó con algunos botones en sus bolsillos, murmurando:

—Pero me temo que me estoy volviendo demasiado viejo para esto. No me sorprendería si me quiebro la espalda la próxima vez que salga, con todo lo que hay que cortar y enterrar…

Sin embargo, por más atemorizado que estaba, Jacobo necesitaba algún tipo de sosiego antes de reportar los crímenes absurdos de quien tan solo parecía ser un hombre viejo y débil. Así que, tras una risa nerviosa, hizo una pregunta de la que esperaba arrepentirse totalmente:

—¿Cuál es su trabajo exactamente, señor?

—Pues solo soy un florista humilde, desde luego.

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