Odio hablar por teléfono.
Todas esas pausas incómodas, no saber cómo terminar la llamada… ¿y el riesgo de hablar con alguien por una hora? ¡Es aterrador! Por eso mantengo mi teléfono celular en silencio perpetuo y asumo que, si es importante, dejarán un mensaje de texto o un correo de voz.
Así que el domingo por la tarde, mientras estaba lavando los platos, mi teléfono estaba silenciado en el sofá. Cuando lo levanté más tarde para revisar la hora, descubrí que tenía una llamada perdida a las 7:24 p.m., pero lo que vi después hizo que mi corazón se acelerara.
La llamada perdida era de mi propio número: (352)-xxx-xxxx.
«¿Siquiera es posible esto?», pensé.
Hice una búsqueda rápida en Google. «Algunos estafadores pueden imitar tu número de teléfono para aumentar la probabilidad de que contestes. Para prevenirlo, dirígete a…». Ugh. Cerré la laptop, lancé el teléfono en la cama y me fui a duchar.
Cuando salí, revisé mi teléfono.
Tenía otra llamada perdida de mi número…
Y un correo de voz.
«De seguro solo es un mensaje del estafador —pensé—. ¿Estás satisfecho con tu internet? ¿Necesitas un lavavajillas?». Marqué mi buzón de voz y escuché detenidamente.
¡PUM!
Lo primero que distinguí fue un ruido sordo haciendo eco a través del auricular.
Los siguientes veinticinco segundos fueron de estática. Y pude escuchar alguna especie de cliqueo de trasfondo, débil, apenas audible. Clic, clic, clic.
A los veinticinco segundos, pude escuchar un sonido distintivo de crujido, y luego la estática comenzó a desistir. No desapareció, pero mutó lentamente en un zumbido suave.
A los veintisiete segundos, se oyó una voz cortada, intercalada con el zumbido. No pude discernir ninguna palabra, pero sonaba como la voz de una mujer. Y el tono se sentía relativamente normal, no creo que estuviera gritando o llorando.
Y luego, a los treinta y cinco segundos:
«¡DETENTE!».
Esta palabra fue clara. Fue gritada, fuerte y claro, por encima del zumbido. No pude distinguir si acarreaba enojo o temor; al ser una reproducción tan breve, era difícil saberlo.
Pero sí sé una cosa, sin lugar a dudas.
Fue mi voz.
El audio terminó ahí. Dejé caer mi teléfono y solo me quedé sentado en la cama, tratando de encontrarle sentido a todo ello. «Quizá fue algún fallo técnico extraño», pensé, alzando un brazo a la altura de mi cara. «¿Y realmente fue mi voz? Es decir, cientos de hombres deben de sonar como yo, ¿no?».
El teléfono destelló.
Un mensaje de texto.
Lo agarré. El teléfono se deslizaba en mis dedos sudorosos.
Era un mensaje de mi número. Y solo contenía cuatro palabras, todas en mayúsculas:
NO ABRAS LA PUERTA
«Qué ridículo. ¿Qué se supone que significa? ¡Obviamente tengo que abrir la puerta en algún punto! Mañana me toca trabajar, y…».
El aire acondicionado se encendió. Un zumbido suave llenó la habitación.
Clic, clic, clic.
Pisadas con zapatos de tacón en el pasillo de afuera.
Y luego…
¡PUM!
Un golpe en mi puerta principal.