Perro encontrado

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—Maldición, Nalgadas —exclamé mientras daba mi décimo recorrido por el vecindario.

Mi novia no estaba muy alejada, haciendo su mejor esfuerzo para llamar al estúpido animal con su voz más dulce y cantarina, añadiendo algunos chasquidos de lengua por si acaso.

—Creo que esta vez se va a quedar perdido —mencioné, pero no sabía si ella estaba decidiendo ignorarme o si solo estaba demasiado ocupada sacudiendo un arbusto cercano. Ajá. Como si el perro iba a estar descansando dentro de un puto arbusto.

Fue un regalo de Navidad para ella de sus padres, a quienes yo no les agradaba y sabían que no me gustan los perros. Creo que supusieron que eso nos iba a alejar, pero me las arreglé para tolerar al animal apestoso y babeante solo para joderlos.

A medida que pasaba por cada poste telefónico, golpeaba cada uno de nuestros pósteres de «Perro extraviado». Quería quitarlos y ponerle un alto a toda esa preocupación frenética por el bienestar del animal.

—Oye, cariño —me llamó mi novia—. ¿Puedes ir a la cafetería y traerme un chocolate caliente? Hace mucho frío y no quiero congelarme mientras estamos acá. ¡Gracias!

«Ah, bueno, entonces quizá deberíamos volver adentro, querida —pensé—. ¿Te preocupa congelarte a quince grados, pero no has pensado que ya le debió de pasar lo mismo al perro? Dios».

—Por supuesto —contesté con un tono medio sarcástico, mirando por encima de mi hombro y notando que ella estaba asomándose detrás de un hidrante. Amo a esa mujer, pero coño, puede ser bien estúpida a veces.

En tanto daba la vuelta en la intersección, a un bloque de distancia de la cafetería, un volante captó mi atención.

«PERRO ENCONTRADO» fue lo que me atrajo al comienzo, y luego la fotografía de un labrador que se veía justo como el nuestro. Me acerqué para leerlo e hice una nota mental de consultarle al oftalmólogo acerca de gafas nuevas.

«Labrador macho encontrado a las 5:20 p.m. el jueves 14 de mayo, en la esquina de la calle Libertad. El perro tiene alrededor de un año. Labrador negro y blanco con una mancha de pelaje en forma de corazón bajo su hocico. Cola ligeramente torcida y su pata izquierda trasera cojea. Collar café, pero sin etiquetar. Muy amistoso».

«¡Increíble! —pensé—. Alguien encontró a este maldito chucho». Lleno de alivio (no por el perro encontrado, sino porque la búsqueda había terminado), le grité a mi chica que se acercara.

—¿Qué sucede? —me preguntó, colocando su cabeza en mi hombro—. ¡Ah! —soltó, emocionada, al notar finalmente el volante frente a ella—. ¡Mira, es Nalgadas! —anunció, leyendo el volante en voz alta para confirmar que el perro fotografiado era, en efecto, el nuestro.

Trastabilló hacia atrás.

—¡Por Dios! —chilló, comenzando a llorar muy súbitamente.

—¿Qué demonios te pasa? Alguien encontró al perro.

No me dijo nada, solo señaló al volante con impotencia.

—No te entiendo —le dije, girándome de nuevo hacia el volante para leerlo en voz alta, pensando que me había saltado algo.

Nada me pareció extraño hasta que miré más de cerca a la parte de texto pequeño, que antes había descartado como la información de contacto. Solo era una oración: «Sabía a pollo».

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