El día que conocí a Annie, fue el día que el destino me arrojó a las vías del tren.
Ella estaba parada afuera de una tienda para fumadores en la región centro-occidental de Estados Unidos bajo la lluvia gélida. Lucía como si hubiese sido linda en el pasado, pero la piel de su rostro estaba ahuecada y hundida alrededor de los huesos, forjando esa máscara inconfundible de un drogadicto habitual. Me paré bajo el alero de la tienda y extendí una mano, dejando que unas cuantas gotas de lluvia helada salpicaran mi palma.
—Si te quedas en la lluvia, te dará neumonía —le dije.
El movimiento de sus labios apenas fue perceptible ante el resplandor rojo neón de las luces de la tienda:
—Esa es la idea.
—Hay formas más rápidas de suicidarte.
—No me quiero suicidar. Solo quiero ir al hospital.
—¿Por qué?
—Medicamentos para el dolor.
—¿Te dan eso para la neumonía?
—Jarabe para la tos con codeína si estoy escupiendo sangre. Quizá algo mejor si tengo suerte y se me colapsa un pulmón.
Le pasé un cigarrillo.
—Esto debería ayudar a que te dé neumonía.
Ella se movió a mi lado bajo el alero de la tienda y sacó un encendedor de su chaqueta empapada.
—¿Qué quieres?
—¿A qué te refieres?
—Nadie regala nada de gratis. Especialmente no a las mujeres, y especialmente no a las mujeres como yo. Si quieres que te haga una mamada a cambio de oxi, le estás ladrando al árbol equivocado. Prefiero quedarme con la neumonía.
—No me queda oxi —dije, inexpresivo.
—Pues entonces tenemos eso en común.
Le dio una larga calada al cigarrillo y me examinó de pies a cabeza.
—¿Cuál es tu veneno? —preguntó.
Me saqué una bolsita púrpura que contenía la «marihuana sintética» que acababa de comprar en la tienda.
—¿Eres retrasado? —se burló—. Esa mierda es tóxica.
—¿Más tóxica que neumonía?
Chasqueó la lengua.
—¿Quieres algo mejor?
Me encogí de hombros.
—Me apunto.
—Bien. Tú invitas, y yo recibo veinte por ciento por haberte presentado.
Me encogí de hombros de nuevo.
—Tú manejas —continuó—. No tengo auto.
Después de que compramos la heroína, Annie insistió en acompañarme a mi apartamento para que, como ella lo puso, «no me desmayara y muriera como perra». También invitó a un amigo, Darren, para que se nos uniera con una de sus «novias». Y antes de darme cuenta, formaba parte de un círculo de fumadores. Ellos eran lo más cercano que había tenido a amigos genuinos. Solos, simplemente éramos unos drogadictos buenos para nada, pero juntos éramos los únicos que entendían verdaderamente lo cruel que era el mundo. Estábamos plenamente desesperanzados; éramos nosotros contra las personas regulares.
Pero cualquier grupo solo es tan estable como su base, y vaya que nosotros éramos una base inestable.
La primera pista que noté de que algo malo estaba sucediendo fue cuando todos comenzamos a despertar con cortes y moretones. Cada noche, Darren, Annie y yo desfallecíamos, y la mañana siguiente amanecíamos hechos mierda.