viaje en taxi

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El hombre alza su mano y el taxi se detiene.

Se sienta detrás del asiento del conductor, y nota que no hay ninguna división bloqueando  la espalda expuesta de la taxista. Es una espalda encantadora.

—¡Hola, señor! —dice la conductora animadamente—. ¡Soy Liz!

Se refirió a él como señor. A cualquier conductor de taxi que haya estado en el oficio por mucho tiempo se le habría extinto la formalidad. Apestaba a inexperiencia. Su cola de caballo castaña, flequillo y grandes ojos azules la hacían parecer más joven de lo que realmente era. Femenina. Pero eso solo lo hacía mejor para él.

—Soy Josh —miente.

—¡Qué hay, Josh! ¿Adónde va?

El hombre le dice que conduzca, y ella lo hace.

—Un tanto joven como para ser taxista.

—Lo sé, eso es lo que dicen todos. Trabajo en la tienda de mi papá, pero no siempre basta con eso, así que conduzco para llegar a fin de mes.

—Linda, también.

—¡Aw, para! —Se ríe—. Mi papá dice que es muy peligroso, pero no pasa nada, soy fuerte. —Dice la última parte con una voz de macho simulada, y luego le sonríe con malicia a través del espejo retrovisor.

—Apuesto que sí —Saca una botella plástica del bolsillo de su chaqueta y humedece un trapo—. Gira aquí. —El callejón es indistinguible y está a kilómetros de distancia de cualquier lugar en el que él ha estado. Se quedará con el auto, y, cuando haya terminado con ella, lo incendiará. No habrá motivo aparente, no habrá pistas. Será como si nunca hubiera estado ahí.

Sus manos serpentean por detrás de la chica, y fuerza el trapo contra su nariz y boca. Ella forcejea; sus gritos son ahogados por la presión. Después de unos segundos, sus arañazos se ralentizan. Ambas manos caen a sus costados, su respiración disminuye, y estaba hecho.

La arrastra del asiento del conductor y toma las llaves del auto. Luego la coloca de espaldas en el concreto y abre el maletero.

Se detiene.

Cuchillos. Todo tipo de cuchillos diferentes, todos con filo reluciente. También hay bolsas de plástico, guantes de goma y una bata.

—Ves demasiadas películas —dice una voz femenina detrás de él; un trapo hediondo se acelera por un lado de su rostro—. Toma mucho más tiempo que eso para que el cloroformo funcione. Déjame enseñarte.

El detective y su compañero terminan la última de sus entrevistas. En seis meses, una docena o más de hombres han desaparecido sin dejar rastro, y sus búsquedas han conducido a otro callejón sin salida.

—Pensé que esta vez nos estábamos acercando en verdad —dice el detective vertiendo las sobras de su café en la alcantarilla y tirando el vaso.

—No permitas que te moleste. Los atraparemos —le asegura su compañero—. Siempre comenten un error al final. Mira, déjame invitarte a esta cafetería familiar excelente que conozco, a unas calles de aquí. Yo invito.

Ambos le ordenan el especial del día a una adorable joven de ojos azules. Ella les promete que es la carne más fresca de la ciudad.

Es el mejor emparedado que el detective ha comido.

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