—No te preocupes, Frank. No nos pueden herir. Si lo intentan, dispararé a matar.
Stanley y Frank habían pasado encerrados en su casa de campo por meses, y desde que el brote comenzó. Al principio, era seguro al salir. Las personas no comenzaron a manifestar los síntomas de tan extraña infección hasta un año más tarde. Los expertos pensaban que estaba limitada a unos pocos, los pobres, esos en los países tercermundistas sin acceso a cuidados médicos civilizados.
Pero el mundo prestó atención cuando se esparció a Hollywood y dentro de varios gobiernos nacionales.
No había forma de detenerlo. Parecía que nadie había sido inmune de entre quienes habían sido mordidos por los merodeadores sin alma de carne pútrida. Stanley nunca se había perdido un capítulo de The Walking Dead, y había bromeado con amigos frecuentemente acerca de lo que haría si alguna vez ocurriese un apocalipsis zombie.
Ahora sus problemas se habían convertido en una realidad.
Stanley siempre fue un hombre precavido, uno propenso a amasar comida y agua, junto a armas y municiones, para fuera cual fuera el revuelo de los teóricos de conspiraciones y fanáticos religiosos profetizando desde los tejados. Se sentía satisfecho ahora que había hecho todo eso. Él y Frank estaban a salvo y nunca se quedarían sin agua. Su gran y puro pozo campestre les otorgaba esa certeza.
El problema ahora era que se habían quedado sin comida hace cinco días.
Frank le dio a su amigo una mirada desamparada.
—Ya, no entres en pánico —dijo Stanley—. Pensaremos en algo.
Él quería creer sus propias palabras, pero el hecho seguía siendo que abandonar la casa ya no era una opción, incluso de noche. Había demasiados infectados rondando hasta donde alcanzaba la vista, y poseían una tenacidad y deseo por alimentarse incomparables.
—Al menos nos tenemos el uno al otro —le dijo Stanley y sonrió a medida que su estómago se quejaba.
Sin respuesta.
Podía escuchar rugidos y gruñidos desde afuera. La adrenalina se aceleró por la sangre de Stanley cuando agarró su escopeta, cargándola y preparándose. Estaban cerca. Demasiado cerca.
Stanley giró su espalda para asegurar la puerta frontal, ignorando que Frank se catapultó hacia él con un salto repentino. Ambos cayeron al piso.
—¡No, Frank! ¿Qué estás haciendo? —gritó Stanley, pero no era rival para su querido amigo, quien ahora lo tenía inmovilizado debajo de su peso.
Y la riña había comenzado.
Frank no perdió ni un segundo, pues encajó sus colmillos en la vena yugular de Stanley. El único ruido en la habitación eran los gritos dolorosos y moribundos de Stanley. En cuestión de minutos, había dejado de forcejear y una piscina de sangre se había acumulado en el piso a su lado.
El problema de la escasez de comida había sido resuelto por el momento.
Frank saltó desde encima de Stanley y dio unos pasos hacia atrás, sentándose y limpiándose la sangre. Respiraba entrecortadamente, consciente de que se podía tomar su tiempo consumiendo su nueva fuente de comida, y aún tenía suficiente agua disponible por ahora.
Y su cola se meneó.