Había considerado las opciones. No iba a salir y comprar un arma, y había desarrollado suficiente tolerancia como para no estar seguro acerca de qué pastillas iban a funcionar. Además, siempre había tenido una aversión particular hacia colgarme, y era demasiado cobarde como para cortarme las venas.
Así que iba a saltar.
Me había conformado con la idea sencilla de que si una… de que si solo una persona me sonreía en el camino, me iba a dar la vuelta e iba a tratar de conseguir ayuda. En todo caso, supongo que era la última partecita dentro de mí que mantenía un indicio de esperanza en cuanto al futuro. Naturalmente, no recibí ninguna sonrisa en todo mi camino hacia el puente.
Así que iba a saltar.
Pero cuando eché un vistazo hacia las aguas de abajo, vi un rostro. No era un pez, y no era del todo humano tampoco. Pero era un rostro al fin y al cabo. Un rostro que me observó con una sonrisa inusual. Una sonrisa que, lejos de la gentileza que había imaginado que iba a ver en alguno de los transeúntes, retenía un tipo de desdén gozoso.
Verás, iba a saltar.
Pero algo acerca de esa sonrisa acabó salvándome la vida. Porque parecía sugerir: «Anda, no puedo esperar para conocerte».