Quizá bajé mi guardia por el hecho de que llegó a las tres de la tarde. No tocó la puerta con la fuerza que se esperaría de un hombre de su estatura —postrándose ante mí con sus casi dos metros, de hombros anchos y de nudillos macizos—. Cuando le pregunté cómo podía ayudarlo, metió su mano en el bolsillo de su abrigo, sacó un sobre y me lo pasó. ¿Quién viste con abrigos en agosto? Tomé el sobre y le di un vistazo. El frente había sido estampado varias veces con información del Centro Penitenciario de St. Louis. Una carta de prisión; fantástico. No conocía a nadie que estuviera en prisión. Luego, me fijé en una nota adhesiva sujetada con un clip al reverso del sobre. Simplemente decía:
«Por favor permita que el mensajero esté presente para que sea testigo de la lectura de esta carta».
Miré hacia la figura del hombre que se imponía en mi pórtico. Aunque era grande, no parecía ser amenazante. En todo caso, su sonrisa tranquila me hacía pensar que era un tanto amigable. Le pregunté si sabía algo del contenido de la carta, pero el hombre alto se encogió de hombros. Asentí y lo invité a entrar.
En la cocina, nos sentamos en la mesa uno frente al otro. Le ofrecí algo de café, pero declinó en silencio. Observándolo una última vez, pelé la solapa trasera del sobre y extraje la carta de diez páginas garabateadas con caligrafía apresurada sobre papel amarillo rayado. La carta empezó:
«No me conoces. Probablemente nunca me conocerás. Recibí la pena de muerte en el Centro Penitenciario de St. Louis. Fui encarcelado por el asesinato de mi esposa y de mis dos hijos. Lionel tenía tres años. Marcie solo tenía seis meses. Los amaba sinceramente, pero los maté. Admitiré esto, ante todo. Me odio a mí mismo por ello, y me pudro en mi celda siendo torturado por las imágenes de su sangre goteando desde mis nudillos. Déjame contarte mi historia».
Volteé de nuevo hacia el hombre alto con un asco evidente en mi rostro. Su sonrisa calmada y tenue no flaqueó mientras me observaba. Me levanté para traer un vaso con agua y luego regresé por la carta. El autor de la carta, cuyo nombre descubrí que era Fitz Willard, había sido encarcelado hace dos semanas y empezó a escribir la carta tan pronto como tuvo acceso al correo. Nunca explicó cómo consiguió mi dirección o por qué me escogió a mí para compartir su historia. Pero la historia era brutal.
Fitz declaraba que había sido maldecido. Mi primer pensamiento era que sufría de esquizofrenia, pero explicó que había sido evaluado para ello sin ningún resultado. Insistía con que un espíritu demoníaco estaba atado a él. El espíritu maligno se burlaba de él, lo torturaba en cada momento del día. Le susurraba actos despreciables a su oído cuando se acostaba en la cama. Aparecía en su reflejo cuando pasaba por espejos. El demonio le sugería crueldad constantemente y llenaba el cerebro de Fitz de inseguridades, fobias e ideas siniestras. El día a día de la vida de Fitz se plagó de un comentario prolongado sobre las debilidades de los humanos, la fragilidad de la carne y la libertad que conferían las masacres. Reuniones de trabajo siendo acechadas por el alarido del demonio. Le siseaba cosas terribles acerca de toda persona con quien Fitz se cruzaba en la calle.
Pero lo peor de todo eran los pensamientos del demonio en referencia a la familia de Fitz. Decía que su esposa era una puta. Que sus hijos eran unos bastardos malagradecidos. El demonio convencía a Fitz de que su familia no lo apreciaba, que su esposa lo estaba engañando, que sus hijos no soportaban tenerlo cerca. Que Fitz nunca sería capaz de proveer lo suficiente para ellos. Que su casa era un chiquero. Que sus vestimentas eran trapos. Que todo por lo que Fitz había trabajado su vida entera era un chiste mediocre, cuando mucho.
Por diez páginas, Fitz Willard relató la locura que reptaba en su mente. Las pesadillas que lo despertaban docenas de veces durante la noche. El demonio hacía que los focos de luz tiritasen mientras Fitz caminaba por debajo de ellos. Hacía que el agua de la bañera se tornase roja. Que se apilasen moscas en los espejos. Y las sugerencias del demonio se volvieron más y más furiosas. Se volvieron demandas. Amenazas, incluso. Hasta que, un día, Fitz cedió. Destrozó los cráneos de sus dos hijos infantes con sus propios puños antes de estrangular a su esposa con tanta fuerza, que fracturó la vértebra de su cuello previo a que finalmente se asfixiara.
Así es como terminó la primera carta. El hombre alto se puse de pie y asintió en silencio; luego lo acompañé a la puerta frontal. Naturalmente, estaba alterada. ¿Por qué alguien decidiría compartir una historia tan terrible conmigo?
…
Día dos. El hombre estaba parado en mi pórtico de nuevo, a las tres de la tarde, y cuando abrí la puerta me entregó la segunda carta. Por más desconcertada que estaba, la noche anterior me había dado cuenta de que no me podía sacar la historia de la cabeza. Tomé la segunda carta y conduje a su mensajero hacia la mesa de la cocina. Quería más.
¿Qué palabra le hace justicia al carácter de la segunda carta? Sombría. Retorcida. Desesperada. El papel amarillo estaba lleno de figuras miserables amontonadas en esquinas, y cuerpos pequeños desplegados con charcos de grafito. La segunda página de la carta simplemente era un gran dibujo: la expresión de una mujer carcomida por el sufrimiento, con su boca desencajada y su garganta repleta de larvas. Arañas envueltas en su cabello. Lágrimas surcando su rostro. Sus manos sujetándole la cabeza e incrustando sus uñas aserradas en sus mejillas.
La segunda carta me dio el nombre del demonio: Grimmdeed el Atormentador. Fitz profundizó sobre su descenso a la locura. La llamada sollozante que hizo al 911 mientras se paraba frente a los cuerpos inertes de su familia. Habló del juicio y de cómo, incluso en la corte, Grimmdeed se sentó detrás de él en la mesa del acusado y pronunció insultos de todos los presentes. Grimmdeed exigió que Fitz asiera el arma del alguacil al final del juicio, y Fitz lo hizo. Esto llevó a una golpiza. Grimmdeed dijo que Fitz debía pararse a un lado de la puerta de su celda, gritando profanidades y amenazando a los guardias. Esto llevó a una golpiza mayor. Grimmdeed le dijo a Fitz que le escupiera al juez al día siguiente en el juicio y, por lo derrotada que estaba su pobre consciencia debido a la influencia constante del demonio, lo hizo.
Le di un vistazo con frecuencia al hombre sentado al otro lado de la mesa. ¿Estaba al tanto del relato terrible que se me contaba? ¿Es por eso que era tan importante que estuviera presente? Su sonrisa gentil nunca titubeó, nunca se desvaneció mientras ojeaba mi cocina distraídamente.
La carta terminó con otro dibujo. Esta vez, de todo el juzgado cubierto con abogados masacrados y el juez colgando de su cuello sobre el estrado. Todo había sido bosquejado con lápiz grafito y huellas digitales grises presionadas contra el papel amarillo.
…
En el tercer día, estaba sentada en el último escalón esperando que se cumplieran las tres de la tarde. Justo a tiempo, el mensajero llegó y, sin que dijéramos nada, le permití pasar por mi puerta. Dejó la tercera carta en la mesa de la cocina y se sentó. Pelé el sobre y me senté con una taza de café humeante por mi codo.
En su tercera carta, Fitz habló sobre sus días en prisión. Sobre cómo, desde su encarcelamiento, Grimmdeed el Atormentador lo acosó. Describió lo lento que era el proceso de la pena de muerte, que podía morir de viejo en su celda de prisión antes de que la fecha de ejecución se fijara. Su caligrafía se volvió un garabateo casi ilegible. Su escritura era frenética. Era un ratón atrapado en una jaula, siendo incitado constantemente por las cavilaciones de Grimmdeed. La sanidad de Fitz había acabado hace mucho. Hizo un bosquejo de sí mismo embarrando algo en las paredes de su celda con sus manos. Asumí que eran heces. Fitz dijo que estaba pesando en arrancarse sus orejas con la esperanza de quedar sordo y escapar de los susurros de Grimmdeed. Las páginas amarillas tenían manchas en ellas por las lágrimas de Fitz; se disculpó de eso.
Luego, en la última página, una chispa de esperanza. Como si se hubiera detenido y recuperado la compostura, su caligrafía se hizo limpia y clara de nuevo. Las últimas líneas decían:
«Grimmdeed se ha aburrido de mí. Al estar encerrado de esta manera, no le sirvo de mucho. Me reveló el método para terminar la maldición. Bueno, no, porque la maldición nunca termina realmente. Por esto te estoy escribiendo. Para pasarle la maldición a su siguiente víctima. Pero, dado que aún me queda un fragmento de mi humanidad, al menos te diré cómo se hace. Tienes que hacer que alguien más adquiera la maldición de la misma forma en la que me sucedió a mí: al invitar a Grimmdeed a tu casa tres veces».
Mi corazón se paralizó. No me atreví a respirar conforme alzaba mi mirada desde la firma burlona de Fitz y hacia el hombre alto que me veía a los ojos. Sus ojos eran una negrura infinita. Esa sonrisa cruel se amplió más que nunca:
«Quema la carta», demandó Grimmdeed.