Capítulo 3: Cuando el sol y la luna se encuentren

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Un irritante sonido me despertó abruptamente, y hubiese lanzado mi celular contra una pared si no tuviese un enorme álbum de fotos almacenadas en él.

Hice mi rutina mañanera, tomando más tiempo del necesario en aplicar la base correctora en mi rostro, y cubrir mis imperfecciones, sin sobrepasar los límites, con los miles de productos que tenía. Muchos de ellos gracias a mi madre, quién siempre me traía los productos más innovadores de la empresa donde se jugaban un papel importante. Vestí el típico y aburrido uniforme de la preparatoria; una camisa manga corta blanca, de botones, una falda, una ridícula corbata y un blazer negro. Todo horriblemente incomodo.

Tal y como siempre hacía, dejé mi pelirrojo cabello suelto, haciendo caso omiso a la regla número treinta y siete del instituto, dónde decía que las damas tenían que mantener el cabello recogido. Regla que también aplicaba para algunos varones que tenían el cabello demasiado largo.

Salí de la habitación y caminé hacia el comedor. Tomé un paquete de galletas de encima del gabinete y visualicé de reojo a mi padre tecleando en su computador, completamente concentrado. Posiblemente despierto desde muy, muy temprano.

-Buenos días. -saludó. -¿Cómo amaneciste hoy?

-Buenos días, papá. -saludé de igual forma. -Bien... estoy bien.

-Que bueno. -dijo finalmente.

Vi la típica nota que mamá siempre pegaba al refrigerador con un pequeño imán, esta vez avisando que estaría reunida con unas amigas del trabajo.

Reunión de amigas y apenas eran las seis y cuarenta de la mañana, muy común.

Guardé varias cosas en mi mochila y la coloqué sobre mi hombro. Me acerqué a mi padre para besar su mejilla, y él se despidió de igual manera.

Tomé el picaporte y lo giré para abrir la puerta.

-Erika, -dijo él y me detuve. -Aléjate de los hombres de negro.

Asentí y salí del apartamento encontrando a Antonio a un lado del pasillo, luciendo serio con sus brazos cruzados.

-Erika, buenos días. - saludó.

-Buenos días, Antonio. -hablé en tono serio.

Caminamos en silencio hasta el ascensor, y una vez llegamos, Antonio se encargó de presionar los botones correctos para bajar.

-¿Estás molesta conmigo? -preguntó y lo ignoré. -Estás molesta conmigo -afirmó. -. Sabes que es mi responsabilidad cuidar de ti. Si por mí fuera, te dejaría libre de hacer lo que quisieras y no sería tu sombra. Sé que siempre estás, y te sientes observada, pero es por tu seguridad.

Puse los ojos en blanco.

-¿Qué hay de ti? -pregunté mirándolo. -Tienes veinticinco años y nunca te he visto hacer cosas normales como salir con amigos, llamar a tu novia, visitar a tus padres...

-Tengo responsabilidades -dijo y noté cómo se tensó. -Mi responsabilidad es cuidar a quién me ordenan, en este caso, a ti. No tengo tiempo para esas cosas.

-¿Sabes qué? Mejor hablemos otro día, cuando no tengas ganas de inventar excusas.

Salí del ascensor, dando por aludido el último comentario de Antonio, quién volvió a excusarse. Caminé en silencio por el lobby y salí de aquel edificio, escuchando los pasos de mi guardaespaldas.

Fruncí el ceño al no encontrar la lujosa y extravagante limusina, y di media vuelta para ver a Antonio elevar una ceja.

-Pensé que te gustaría caminar hasta el instituto hoy. -dijo. -Además, es una forma de disculparme por atraparte luego de tu "escape".

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