Capítulo 51: Lágrimas que nadie nota

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Silencio.

Repentinamente todo había quedado en silencio.

Desde donde estaba podía ver a la perfección la tensa espalda de Antonio.

"Siempre estás bien".

Antonio estaba preocupado, y no por él. Por supuesto que no temía por sí mismo, sino por mí. Lo sabía y eso era aún peor.

La puerta del lado del conductor abrió con dificultad, y al Antonio cerrarla, algunos pedazos de vidrio crujieron.

Una docena de hombres le apuntaron como si fuese un criminal.

Él sabía que no había mucho que hacer. Pero yo sabía que él nunca se rendía con facilidad. Fue por eso que me tomó completamente por sorpresa el hecho de que dejase caer su pistola al suelo y la patease hasta que ésta quedase fuera de su alcanse.

Levantó ambas manos.

Mi estómago se revolvió.

¿Qué le pasaba?

¿Por qué repentinamente parecía derrotado?

Era como si todo lo que lo movía se hubiese esfumado.

Agotado.

Estaba agotado, física y mentalmente.

Como si hubiese pasado toda su vida huyendo y de repente hubiese desidido que no podía más.

Porque verdaderamente no podía más.

Dos hombres se acercaron a él con determinación. Uno de ellos golpeó fuertemente su costilla izquierda y él no hizo nada para evitarlo aunque yo bien sabía que él lo había visto venir.

Jadeé y cubrí mi boca con ambas manos cuando lo hicieron dar media vuelta y caer de pecho sobre el capó de la camioneta. Aquellos dos hombres tantearon los bolsillos de su jean desgastado, lo registraron para asegurarse cruelmente de que no estaba armado.

Y no lo estaba.

Tomaron sus brazos y lo esposaron a sus espaldas. Uno de ellos volvió a golpear sus costillas, regocijándose de que él había decidido que le daba igual lo que hicieran.

Levantó su mirada aún tumbado sobre el capó de la camioneta y me miró. Mis ojos estaban a punto de derramar mil lágrimas, y no quería llorar. No ahora. Porque sabía que una vez comenzara no podría parar.

Sollocé, cubriendo mi boca.

Algo humedeció mis manos.

Limpié la sangre que salía de mi nariz con asco.

Con asco de ser quien era. De vivir la vida que me había tocado. Con asco por ser tan insensible. Por odio y rencor hacia mí misma porque todos salian lastimados por mí

Y sentía que no lo valía.

Porque verdaderamente no valía todo el sufrimiento de los demás.

Analicé el interior de la camioneta con frenesí. Justo allí, debajo del asiento de conductor había otra pistola.

La tomé. Mis manos manchadas con mi propia sangre la apretaron casi con firmesa, casi con temor. Mi mirada cayó en mi reflejo en el espejo retrovisor.

No parpadeé, no respiré. Simplemente me admití a mí misma que no me gustaba lo que estaba viendo.

Guardé torpemente el arma entre mi jean y salí de la camioneta.

Aquellos dos hombres dejaron de empujar a Antonio para observarme al escuchar el eco de la puerta al ser cerrada brutalmente. Otro hombre se abrió paso hasta quedar cerca de Antonio y me observó con curiosidad.

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