Capítulo 58: Mientras mi cielo se derrumba

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La decisión había sido tomada.

Ya lo había dicho antes, a Leander le era irrelevante cualquier tema que me incluyera, así que no se preocupó en las consecuencias que mi decisión pudiese llegar a traer.

Estaba flotando en la nada, o al menos así me sentía desde que una enfermera había anestesiado mi cuerpo. Juro que en un momento llegué a escuchar los gritos de Antonio, incluso los reclamos de Keitan contra Leander. Creí haber escuchado el alboroto y los golpes, las ordenes que un superior había dado para que aquellos dos intrusos que habían entrado sin invitación a aquella habitación esterilizada fuesen sacados fuera.

Pero todo aquello se sentía en un mundo paralelo. No sabía que parte era invento de mi drogado subconsciente y que parte era real, y no supe cómo distinguir que había despertado luego de las  6 horas que aproximadamente había tardado todo aquel proceso.

Solo sé que repentinamente abrí los ojos. No sabía cuánto tiempo había pasado, no sabía si estaba muerta, viva o si seguía flotando. No me podía mover. Mis extremidades no reaccionaban a las ordenes de mi cerebro. Mi voz no salía de mi garganta, y mi respiración se agitó cuando lo peor cruzó por mi mente.

Estaba paralítica.

Estaba recostada en una camilla. La única ventana de la habitación en la que me encontraba estaba abierta, y él viento ondeaba las cortinas azules. No sabía dónde estaba, aquello no era un hospital, aquello no parecía una de las habitaciones de la ASIO.

Me desesperé al no saber.

Una mano estuvo sobre la mía, su tacto cálido me sobresaltó y me tranquilizó al mismo tiempo. Quise girar mi cabeza para observarlo, pero no pude, y quise gritar.

Él, que como siempre preveía todo, caminó paralelo a mí, y sé sentó al borde de la cama. Nos miramos fijamente.

—Siempre haces lo que te da la gana. Haces lo contrario a lo que digo... —cada palabra era pausada, como si estuviese luchando por no gritarme —. Y yo solo puedo afirmar que me saqué la lotería contigo —sonrió triste. 

Antonio acercó sus manos a mi rostro, pero allí no habían lágrimas para secar.

Luego de eso temo haberme quedado dormida. O tal vez no. Tal vez seguía entrando y saliendo de mis estados de shock. No sé cuánto tiempo pasó cuando volví a despertar. Entonces todo cobró un poco de sentido. Estaba tumbada de lado en una cama con aroma a fragancia masculina. Una fragancia que yo conocía muy bien pues me había seguido desde que era pequeña.

Tal vez no debía pensarlo demasiado. Tal vez simplemente tenía que aceptar que las cosas no siempre eran tan extremas. Estaba en mi apartamento en Sídney. Específicamente en la habitación de Antonio. La ventana estaba abierta, el viento ondeaba las cortinas azul marino que siempre le daban un aura oscura, silenciosa y perfectamente organizada a su habitación. Y era que aveces Antonio resultaba demasiado silencioso, tanto como yo. 

Los muelles de su cama rompieron el silencio al levantarme. Descalsa, con un pantalón corto y una camiseta demasiado grande, caminé por los pasillos de aquel apartamento que yo conocía más que bien, pues había vivído la mayor parte de mi vida en él. Todo parecía haber acabado. Y eso me asustaba.

Antonio estaba de pie en una esquina de la cocina, asomándose entre la cortina de la ventana, atendiendo una llamada telefónica con determinación. Daba ordenes. Ordenes como las de antes. Y no tuve que ecuchar a la persona al otro lado de la línea para saber que hablaba con los hombres de seguridad de Steven White. Sentado en el sofa de la sala, estaba Odiseo, teclando algo en su laptop. Keitan ojeaba unos archivos con desinterés. Casi parecía que nada había pasado. Casi parecía que yo no había sido un experimento, casi parecía que mi verdadero padre no estaba preso por delitos mayores. Antonio continuaba con mi custodia, Odiseo y él continuaban siendo amigos demasiado cercanos, a tal punto que mi guardaespaldas confiaba tanto en él como para dejarse arrastrar a una sala de tortura.

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