Capítulo 34: Y todo se desmoronó

71 3 0
                                    

De nuevo, volvía a estar sola.

Semanas después de que me dieran el alta en el hospital, Rob desapareció, otra vez más, dejándome un simple, frío y arrugado papel.

“Mi presencia acabará matándote, lo único que he hecho ha sido ponerte en peligro en cada una de mis decisiones, así que espero que la que estoy a punto de tomar sea la correcta.

Rehaz tu vida, Sandra. Huye, y vete lejos, donde nadie nunca te pueda encontrar, ni si quiera yo. Todo será como si no hubiera existido.

Los oscuros me quieren a mí, no a ti. Estarás a salvo siempre y cuando no me acerque. Siempre te recordaré, viviré mi eternidad con el recuerdo de tus besos de terciopelo.

Siempre tuyo,
Rob.”

Mi corazón se rompió en un millón de pedacitos. Y supe que uno de ellos se había marchado con él.

Desde que se fue, cada día era frío y gris.

Extremadamente frío; helador.

Sentía un dolor en el pecho que en momentos, no me dejaba respirar.

Fue el invierno más duro de cuantos recuerdo. El más duro y doloroso.

Huí.

O al menos lo intenté. No huí de mi destino, de mi pasado, de mi enemigo.

Huí del dolor.

Me encerré en una coraza que no dejó entrar nada, no permitió que nada me afectara: ni lo bueno, ni lo malo. Pero tampoco permitió salir aquello por lo que cada día lloraba a escondidas, esa coraza no permitió desvanecerse ni un solo recuerdo de los que cada segundo me iban matando poco a poco.

Si no hubiera sido por el papel que cada vez que tocaba, me abrasa la piel, habría empezado a pensar que la locura estaba comenzando a apoderarse de mí.

Y como él dijo, todo fue como si nunca lo hubiera conocido, excepto por aquellas palabras en forma de veneno que hacían evidencia en mis heridas.

Y con su marcha, el dolor que había quedado anulado durante tantos años desde la muerte de mamá, volvió a florecer.

Gasté mis ahorros universitarios para poder sobrevivir. Pasé unas semanas en casa de mi padre.

Me moría y lo mataba. No soportaba verme así. Ni yo verlo sufrir.

Le dije que tenía planeado ir a la universidad. A la universidad más alejada del país. También le dije que no soportaba más estar en ese pueblo, que me traía demasiados recuerdos de él y de mamá. No puso pegas. Estaba claro que lo único que papá quería era que fuera feliz, aunque eso, difícilmente sería posible.

Cuando comenzó el semestre de clases, cogí mi ropa, mis horros, mi violín, y me marché. Había comprado una pequeña cabaña perdida en el bosque hacía poco tiempo.
Allí viviría.

Era perfecta: pequeña, perdida en mitad de lo que siempre fue mi hogar. Y su mayor ventaja: el pueblo más cercano estaba a seis kilómetros.

-*-

Me desperté en un absoluto grito de pánico, como hacía cada noche. Las pesadillas se habían apoderado de mí, reflejándose en forma de ojeras: unas ojeras amoratadas y estiradas.

Me incorporé impregnada en sudor. La chimenea estaba a punto de apagarse para dar paso a una intensa oscuridad en aquella sala. Observé que los cojines del sofá se habían caído sobre la alfombra.

Caminé hasta la pequeña -pero intensa- llama que salía de un trozo negruzco de madera. No podía permitir que el fuego se apagara. Agarré un tronco grueso y lo puse a su lado, al instante, este empezó a arder y a desprender un calor reconfortante en aquella fría noche.

Besos de terciopeloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora