Capítulo 37: Ojos de búho.

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Me estaba volviendo definitivamente loca.

Había recorrido el bosque entero, pero no había logrado encontrarlo, ni si quiera divisar una mínima señal de vida humana.

Tenía la esperanza de que, realmente hubiera dicho la verdad sobre que vivía a tres kilómetros, pero las dudas empezaban a amontonarse en mi cabeza.

La nieve había desaparecido, y aunque aún hacía frío al caer la noche, era soportable.

Esa mañana, estaba decidida a encontrarlo.
A Sam, o al lobo.

Me hice un bocadillo que metí en una pequeña mochila, también llené un termo de café caliente.
Me enfundé un pantalón vaquero y un jersey morado, junto con unas botas de montaña.

Salí de la cabaña llena de energía, y una vez más, cargada de esperanza.

Avancé por los senderos de los animales sin rumbo pero decidida. Llegué a lo alto de una colina desde la que podía ver mi cabaña: solitaria en el centro de un bonito claro.

Hasta ese momento no me había percatado del encanto del lugar. Era precioso.

Estaba sentada sobre una piedra, saboreando el bocadillo, mi estómago dejó de quejarse en cuanto le llegaron las proteínas del primer mordisco.
Me sentí minúscula ante el poder de todo aquel terreno deshabitado.

En frente de mí, los picos de las montañas más altas aún permanecían nevados, y a menos altura de esa nieve, la montaña se iba haciendo cada vez más espesa, hasta llegar al punto de que el manto de árboles ocultaban cualquier cosa que se escondiera en aquellas montañas.

En la zona más baja de una de ellas, pude observar una cierva con su cría pastando.

Di el último bocado a mi comida y me puse en pie. Me sacudí las migas de pan del jersey y reanudé la marcha.

Nada más darme la vuelta para observar el otro lado del valle, sentí mis piernas flaquear.

Allí, oculta entre varios árboles centenarios, había una humilde casa.

Me quedé paralizada. Algo en lo más profundo de mí deseaba correr colina abajo y descubrir eufórica que aquella cabaña, similar a mi nuevo hogar, era la casa del misterioso chico de ojos amarillos.

Pero por otra parte, la poca cordura que aún me mantenía sana y salva, gritaba que diera media vuelta y me alejara de aquella tentación.

No lo hice. No pude, y no quise.
Antes de darme cuenta, estaba dejándome llevar por el impulso de terminar con la pequeña distancia que había entre la casa y yo.

Corría tanto como mis piernas me lo permitieron, aunque gran parte del trabajo, lo hacia la acentuada inclinación de la diminuta montaña que se interponía entre mi hogar y aquella casita.

Terminé corriendo por la llanura del último claro que me quedaba. Escuchaba el acelerado latir de mi corazón en los oídos, y el estruendo que mis pies formaban al chapotear en los numerosos charcos formados sobre la hierba.

Aumenté la velocidad al ver lo cerca que estaba de aquellas paredes de piedra. Mi respiración era cada vez más sonora, mis nervios más insoportables.

Todo dio un giro de noventa grados al ver una figura blanca y resplandeciente, a pocos metros por delante de mí obstruyéndome el paso.

Frené en seco. Derrapé con tanta fuerza que caí al suelo golpeándome la espalda, y quedándome uno segundos sin respiración. Mientras que a su vez sentí el mayor dolor en la parte baja del muslo de mi pierna. Me aferraba a la hierba con los dedos, intentando llevar aire a mis pulmones, intentando descubrir qué me había causado aquel dolor tan horrible.

No funcionó. Vi las nubes pasar sobre mí, y pensé que era la manera más tonta de morir, aunque tampoco creí que ese fuera el final, solamente estaba haciendo uso de mi melodramático carácter.

La garganta me ardía, la cabeza me daba vueltas, y al final, mis vías respiratorias abrieron el paso de oxígeno al interior de mi cuerpo. Tosí de medio lado, con medio rostro pegado en el barro.

Respiré y tosí.

Al final pude incorporarme. Incorporarme justo a tiempo para ver cómo la loba blanca se acercaba a mí lentamente, con los ojos clavados en la zona de mi pierna en la que sentía que me estaba estallando.

Sangre. Mucha sangre sobre la rodilla derecha. A través del pantalón roto vi mis músculos destrozados en un corte pequeño y realmente profundo, tan profundo que podía ver una mancha blanca y roja en lo más profundo de la herida.

Intenté levantarme sin éxito. El dolor se hizo más agudo y me hizo gritar. Sentí cómo se desgarraba un poco más mi fina piel.

La loba se acercaba, cada vez más agitada por el olor de la sangre que iba impregnando el aire.

En varios intentos por huir, me arrastré con los brazos hacia atrás. Apretando los dientes y sollozando. Cada movimiento que hacía, era como si alguien me hurgara en el corte con un cuchillo, y cada paso que daba el precioso animal blanco hacia mí, era como si me obligara a aceptar el terrible final.

En el último esfuerzo por moverme, un grito desesperado rasgó mis cuerdas vocales.

Después de eso, quise rendirme, pero mi lobo apareció. Mi lobo de ojos amarillos apareció por el lado izquierdo del claro entre los árboles, con las orejas hacia atrás y el pelaje hispido.

Lo miré, pensando que sería la última vez que podría ver la magia escondida en sus ojos, él también me miró, casi con pena, o incluso con decepción.
Vi como la loba saltó, y antes de poder caer sobre mí, algo chocó con su cuerpo impulsándolo sobre el enorme charco que cubría la mayor parte del terreno.

Cayó a mi derecha, muy cerca de mí. Pude comprobar que quien me había salvado de ella, había sido mi lobo gris. Rodaban sobre el barro, se mordían y gruñían como dos perros en una pelea.

El pelaje blanco y brillante de ella se había vuelto sucio y oscuro, sin embargo el de él, por mucha tierra incrustada que tuviera, siempre parecía suave y agradable.
Me asustaba la idea de que la loba pudiera escabullirse y atacarme a mí, pero más me asustaba pensar que él pudiera salir herido por protegerme.
Me levanté como pude: sollozando, gimiendo y jadeando, y huí de aquella pelea. Cada paso era como si me dispararan en la rodilla. El dolor se iba haciendo más insoportable, y se iba extendiendo por cada nervio hasta mi cadera.

Miré una última vez hacia atrás y vi como mi lobo de ojos amarillos gruñía a la loba de manera amenazante, ella bajó la cabeza y pegó las orejas a la misma, después observé atónita cómo se marchaba con la cola entre las piernas.

Me miró una última vez antes de desaparecer entre los árboles. Y la expresión de sus ojos me dejó claro que aquello no se iba a quedar así, que mi lobo no estaría siempre ahí para protegerme.

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Cómo estáis mis pequeños lectores? 

Espero con todo mi corazón que Besos de terciopelo os esté gustando tanto como a mí.

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Muchos besos a todos!!
Hasta el fin de semana!! ;))

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