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  La van, en comparación a viajes anteriores, iba casi vacía. En la segunda fila de asientos Ki Hong y Will conversaban sin mucho entusiasmo. Escuchaba sus voces detrás de mí; a veces reían, mas la mayoría de los temas que abarcaban no eran de mi interés ni el de ellos, puesto que no tardaron en guardar silencio después de suspirar agotados, como si hablar requiriera gastar más energía de la que ya tenían. Kaya, que también iba sentada junto a ellos, no había hablado desde que entró al vehículo. La vi durmiendo profundamente por el espejo retrovisor, con la cabeza recargada en el hombro de Ki y algunos mechones de su cabello, que parecía recogido de forma rápida y descuidada, cayendo sobre su frente.  

   Diez minutos de viaje y ya eran las ocho y media de la noche, por lo que el característico color celeste que había pintado el cielo de ese día veraniego se desvaneció paulatinamente hasta ser reemplazado por una gama de rosas, naranjas y, con el paso de los minutos, violetas que gradualmente se convirtieron en un fondo azul, adornado por diminutas estrellas titilantes. Lo único que no daba señales de aparecer en algún momento era la luna, que hace tan solo unos días había brillado resplandeciente.

 Hace un rato había bajado el alzavidrios a mi lado para contemplar el paisaje con mayor claridad, ya que los vidrios polarizados no me permitían admirar los colores. El viento frío chocaba contra mi piel y me alborotaba el cabello, pero eso era lo que menos podía importarme. Observé por otro minuto cómo el horizonte terminaba de transformarse en una oscuridad que caía sobre la maleza verde, volviéndola poco a poco menos visible, hasta que, de pronto, el vehículo dobló a la izquierda y el sendero de tierra por el que transitábamos se convirtió en asfalto. La maleza del paisaje disminuyó con cada kilómetro recorrido y divisé casas a través del parabrisas, una señal de que no tardaríamos más de cinco minutos en llegar a Baton Rouge.

  Me recliné en el asiento y cerré los ojos, inhalando y exhalando considerables cantidades de oxígeno para permitirle a mi cuerpo relajarse y liberar cualquier tipo de tensión que pudiera quedar dentro de él. En mi cabeza surgió el pensamiento repentino de que un masaje no me vendría mal después de un día tan extenuante, especialmente si mis hombros y espalda dolían debido al estrés acumulado en cada uno de mis músculos. Entonces, recordé que pasaría la noche con Thomas, así que no pareció una mala idea pedirle un favor como ese.

  Así fue como aquel pensamiento conllevó otro, creando una cadena de ideas en mi mente que me guiaban hacia Thomas. No solo consideré preguntarle si estaría dispuesto a darme un masaje (el solo pensarlo me hizo sonrojar), sino que mi memoria despertó gracias a eso, obligándome a regresar a los eventos ocurridos por la tarde. Inevitablemente recordé el destello de su piel cubierta por diminutas gotas de sudor y reviví la manera en que me hizo estremecer al hincar sus uñas en mi espalda o cómo mis labios se entumecieron después de besos interminables que susurraban una promesa oída anteriormente. Pero me decía a mí mismo que esta vez no habían sido solo palabras: vi y sentí acciones, hechos que demostraron un afecto que nadie jamás podría negar. Era amor lo que él me había regalado de manera incondicional mientras me sostenía entre sus brazos como si yo fuera lo más preciado que sus manos alguna vez habían tocado. No se trataba de mi imaginación. Había sido correspondido con un cariño que, sin duda alguna, era tan desmesurado como el mío.

  Una mano se posó sobre la mía, interrumpiendo de golpe mis reminiscencias. No obstante, no me sorprendí demasiado, puesto que sabía perfectamente de quién se trataba. Había sido consciente todo el camino de vuelta al hotel de que Thomas iba sentado a mi lado, tan retraído e inseguro como yo tal vez lo estaba. Ni siquiera tuve que mirar para saber que sus acciones rebosaban de timidez, quizá por miedo a que yo alejara mi mano y expresara rechazo. Imaginé tras mis párpados la forma en que sus dedos se deslizaban sobre los míos hasta alcanzar mis nudillos y me sumergí en los pequeños roces de sus yemas callosas, pero contradictoriamente suaves. Se movía sobre mi piel con un temor irrefutable. Mi mano era la tierra inexplorada y peligrosa que él se había arriesgado a recorrer con testigos presentes, personas que, a pesar de conocernos, eran capaces de darnos miradas repulsivas y juzgarnos sin ningún tipo de tacto; o, por otro lado, quizá tocar mi mano era un límite inquebrantable que él se había atrevido a romper y se moría de miedo al no saber qué sucedería a continuación.

Waiting Game ↠ dylmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora