XXV

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Aquella habitación parecía un caos total. No había un segundo de silencio, el control habia sido tirado por la ventana sin remordimientos hacia ya algunos minutos. Los gritos de diferentes voces cargando distintas emociones enriquecían el ambiente caótico. Puntos lejanos entre sí pero a la misma vez en una mismo plano. Cada ser pensaba diferente, cada uno se sentía diferente. El miedo, sin embargo era lo que todos y cada uno de los seres en esa habitación compartían; el miedo y la incertidumbre creados por el posible resultado de todo aquello y a la misma vez, a los datos desconocidos que movían sus cabezas a crear suposiciones, a pensar en el peor de los casos.

Todos los vampiros se habían reunido en el despacho de Stephan Salvatore, alertados por el escándalo que allí había. Incapaces de ignorarlo– conociendo la naturaleza del Señor de  la casa–cuando entre ellos faltaba cierta rubia. Cierta chica que últimamente estaba muy extraña.

Los primeros en llegar fueron los tres hermanos faltantes, con la idea de lo que estaba sucediendo ya clara en sus mentes. Cada uno de ellos acribillandose con la culpa a su manera. Todos estaban furiosos, sus puños sedientos de sangre, cada una de sus mentes imaginando lo peor. Su culpa haciendole camino a la ira en busca de un escape, una excusa.

Joel, Edward y Seung entraron derribando la puerta al suelo, sus auras tan oscuras como las sombras en la noche, agresivas sin medida. Quién los conociera, no podría identificarlos, pues sus rostro deformados por la cólera y sus miradas asesinas no eran propias de ellos. Esa única mirada que solo podía ser causada por un odio profundo que llevaba años cultivándose y que, la imágen vista pero no ajena, despertó. Esos tres pares de ojos ardientes se posaron en la figura masculina sentada en el suelo, aquel hombre que parecía ausente, luego de observar abatidos a la mujer junto al mueble desarreglado.

Y ninguno pudo contenerse. Ninguno fue capaz de ver esa escena de nuevo y controlarse. Esta vez, ni Seung, ni Joel, ni Edward se quedaron de brazos cruzados. Por lo que, cegados por su furia desmedida y su alma herida, fueron por su hermano mayor, cada uno encestando un golpe en el castaño que poca reacción tuvo. Después de todo, el no estaba allí.

Stephan Salvatore, aun recibiendo innumerables golpes que rompían su piel, seguía mirándola a ella. Mirando su rostro angelical deformado en dolor. La veía sufrir con un rostro vacío de sentimientos, con ojos nublados por una capa de entumeciento que mantenía ajeno a todo aquello.

No paso mucho para que William Belmonte pisará aquel despacho, mirando hacia todos lados con ojos bien abiertos. Sin embargo, este chico ni siquiera miro al Salvatore que era atacado por sus hermanos, sino que al instante corrió hacia la chica que temblaba sin remedio. Gritó su nombre varias veces, la movió desesperado, entregándose al pánico que verla de esa manera le ocasionaba.

Pero ella no reaccionaba.

Sus ojos abiertos de par en par, estaban rodados hacia la parte trasera de su cabeza, su boca se movía sin control y parecía que en cualquier momento se rompería en sus brazos. El castaño menor de la familia Belmonte no pudo contener las lágrimas, su hermana tampoco, mucho menos su madre.

Las dos últimas no pudieron acercarse a la escena. Gabriela tuvo que correr hacia su marido y alejarlo de Stephan. Gritandole que se controlara, que esa no era la amnera, que era su hermano. Esas y muchas cosas más que en realidad a Joel poco le importaban, el quería herirlo. El quería matarlo. Ya no le importaba que tuviera su sangre, no le importaba que luego fuera odiado, el solo quería vengarse. Deseaba tremendamente eliminarlo, eliminar la causa del dolor de su chica. Él no podía permitir que sucediera de nuevo. No lo haría. ¡Por el infierno que no! Stephan no le arrebataría a Lucia de nuevo, no le quitaría la oportunidad de tenerla por segunda vez. No le haría más daño.

La muñeca del pasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora