Ella.

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Ella tiene esa manera de transportarme a un desierto, arrebatar el agua de mi vida con un suspiro y volverse un oasis frente a mis sedientos sentidos.

Su carácter de piedra me tira al suelo, sobre arena de vista suave, pero que hace sangrar mis piernas y algo dentro mío; toma mi barbilla con una de sus manos —oh, esas manos, tan suaves como acariciar una cuchilla— e inclina mis ojos hacia el cielo de tormenta en los suyos. Ella cubre el sol por mí, porque me quiere. Pero ella brilla más que una simple estrella. Mis ojos arden con sólo mirarla y yo lloro para mis adentros porque me quedé sin lágrimas para protegerme.

Ella es así, arrebata mis defensas porque sé que me protegerá de lo que sea. Ella ama que se lo diga, incluso se ríe cuando se lo repito, y me contesta con su melodía sórdida —altruista, para mis oídos— que mi alma no fue hecha para el poder.

Cada vez que mi mente deambula lejos de mis (sus) pensamientos, ella ata mi cuello a su cadera con uno de sus rayos. Recorre mi cráneo con sus uñas, tironeando cada nudo con el que se encuentra en mi cabello, mientras me promete que no me va a dejar ir nunca.

Yo le pido que no lo haga, y me dejo consumir por su calidez abrazadora. Pronto, estoy pidiéndole que desnude mi persona.

Mariposas doradasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora