La Casa de la diversión

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A Fabi aburrirse le salía muy bien. Si el aburrimiento fuera un deporte, él sería más importante que Usain Bolt en lo suyo. Era la maldición del hijo único; todos a su alrededor eran adultos que lo trataban como un bebé (él no era un bebé, tenía ocho años, muchas gracias) y nadie parecía comprenderlo.

No importaba cuántos juguetes le compraran, eran obsoletos si no había nadie que siguiera sus historias. Y, la verdad sea dicha, había un número de voces para sus personajes que podía imitar antes de que se volviera ridículo. Fabi maduró a lo duro.

Lo bueno era que la Casa un día se cansó de ver al pobre chico caminar sin rumbo por los pasillos, así que comenzó a animarlo ella misma. Empezó primero con mover los peluches cuando a Fabi no le alcanzaban las manos, lo cual sonaría bastante perturbador, pero no para un niño que sólo quería que alguien le prestara un poco de atención.

Con el tiempo, la única diversión no era la que el chico iniciaba. No, no, no,  la Casa comenzó a crear los juegos. Eran las actividades más divertidas y emocionantes que se le hubieran ocurrido vivir. La Casa era espectacular.

Tan espectacular que se volvió un espectáculo mismo. Un día, apagó todas las luces, tomó varios objetos y el show empezó. Fabi nunca había ido a un espectáculo de sombras (sólo lo vio en una película), mas estaba seguro de que ninguna se asemejaría nunca a la que montó la Casa. Estaba llena de acción, misterio y hasta un romance entre un Papá Noel de cerámica y la estatua de una virgen —raro—.

El problema fue que la Casa no cortó la luz del cuarto nada más, toda la casa sufrió un apagón.

Mamá y papá gritaron bastante, y luego de un rato, determinaron que un castigo era necesario. De esta forma, Fabi y la Casa fueron castigados.

Adiós a la diversión.

Mariposas doradasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora