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León odia pensar en su antiguo pueblo, en su casita, su familia, en su vida en general. Porque cuando se alejó de todo eso podría decir perfectamente que murió.

Él nunca ha tenido un alfa, además de su adorado padre y su chinchoso hermano mayor, así como algunos lobos de su antiguo pueblo que le hacían sonrojar con piropos. Pero, aunque nunca ha tenido un alfa y jamás se haya enlazado cree que el dolor de un lazo roto debe ser similar al que él sintió cuando lo arrancaban de ese bello jardín del edén donde vivía. De hecho, no puede imaginar que ningún dolor en el mundo sea peor y eso lo reconforta, saber que ha tocado fondo le da la seguridad que necesita para seguir sobreviviendo, es como susurro que le dice en el oído <<Ya no puedes perder nada más.>>. Aun así, no faltan las noches en que se despierta angustiado, luchando por respirar y tan cubierto en sudor que jura que se ahoga, huyendo de quienes ya huyó. Siente todavía manos en su cuello, sus muñecas, sus tobillos... y el horrible olor a sangre cubriendo el aroma de jazmín de su madre.

León cierra los ojos, aprieta los dientes y recuerda de nuevo por qué odia pensar en su familia, su pueblo, en su... manada. Ya nada queda de ella. La última y quizá única muestra de la raza de los lobos blancos extinta. A excepción de él, un omega de lobo blanco oculto en las calles del territorio de Kez.

Kez. Se le eriza la piel con solo saber dónde está ocultándose. Kez, la manada real de un reino que engulló a su pueblo, algo que él considera más bien un atajo de lobos marrones más parecidos a las hienas que a los fieles canes. Los odia con su corazón, en especial a los alfas, pero no tiene sentido pensar en ello. Sabe que el pasado es un lastre, un pesado saco de joyas valiosas, pero un lastre que debe dejar atrás si quiere sobrevivir.

Un alfa pasa por su lado, empujándolo sin inmutarse, lo más seguro es que no haya notado su presencia y León lo agradece a su lento desarrollo. Si fuese como esos omegas que presentan ya a los inicios de la pubertad estaría siendo prostituido, pero sus feromonas todavía dormidas le permiten la libertad de hacerse pasar por un beta. Oh, y sus hábiles manitas le permiten robar el saco de monedas que el alfa que acaba de pasar llevaba amarrado al cinturón.

Con una sonrisa triunfal León hace tintinear el saco, suena caro y pesa como si fuese caro, así que decide que nada más de arriesgar su vida robando hasta dentro de un mes. Con esa cantidad de monedas de plata -o quizá hasta de oro, aunque prefiere no hacerse ilusiones hasta abrir la bolsa- podrá tener una hogaza de pan al día y un camastro caliente en cualquier posada durante semanas. Es su día de suerte y lo agradece porque desde hace varios años no tiene apenas de esos.

Amarra el saco a su cinturón de cuero usando un cordelito. A sabiendas de que él no es ni el único ni el mejor ladrón de la ciudad, se lo arremete por dentro del pantalón, asegurándose de que nadie vaya a echarle mano. Se dirige hacia el edificio color tierra que tiene a unos minutos, donde pocas veces se ha hospedado, pero muchas ha logrado timar a uno que otro alfa o beta borrachos para sacarles unos cuartos y darse el lujo de cenar caliente o simplemente cenar. Se para frente a la puerta de madera, escuchando el bullicio que viene de dentro, de la primera planta, donde se ubica la taberna. Respira muy hondo y a través del aroma de la madera le llega el virulento olor a alfa. Un aroma fuerte que siempre invade su sistema y le hace sentir enfermo.

En su pueblito en medio del bosque los alfas olían a pino, a coco, a tierra húmeda o incluso a miel, aromas delicados y tan gustosos como los de un omega complacido, pero él sabe bien que los alfas de la raza de los lobos blancos no eran para nada como los alfas de verdad son. La raza de los lobos blancos estaba casi extinta por un motivo, de echo el mundo desconocía que el pueblito de León aún permanecía con vida y cuando lo descubrieron duró tan, tan poco, por el mismo motivo. Y es una razón muy sencilla: que los lobos blancos son bonitos, pero son lobos a medias.

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