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León despierta en suelo firme: nota la dureza de la madera contra las sienes y la aspereza en las palmas, pero nada es tan apabullante como las sensaciones que lo asaltaron cuando entró en...

<<¡En celo!>>

Asustado, se levanta de golpe y entonces nota que el suelo se tambalea. Cae sobre el cuerpo de un alfa que está sentado a pocos centímetros de él, en un banquito, y este le gruñe y lo lanza al suelo de nuevo.

—Te despiertas y ya estás jodiendo, como odio a los omegas —gruñe el hombre de mala gana.

León lo mira con la garganta seca, retrocede en el suelo y nota su mano contra algo blando y cálido, cuando baja la vista se sorprende: es la bota de otro alfa, uno sentado a su espalda. Este lo patea en la cabeza, alejándolo y dejándolo hecho un ovillo entre ambos. León entonces entiende que tiene un alfa delante y otro detrás, sentados, pero no entiende dónde está, quiénes son o qué harán con él. Mira a los lados, temblando, distingüendo una especie de estructura de caña pequeña, como una habitacioncita apenas para uno, y una tela delgada que hace de pared. A través de ellas ve sombras moviéndose y mucha luz.

Escucha un relincho.

—¿Un carruaje? —se pregunta totalmente abatido, y la respuesta es clara cuando presta atención y oye el trote suave de los caballos que tiran de esa pequeña pieza donde él está encerrado con dos alfas gigantescos. —¿Dónde estoy? —exige con la voz temblándole.

—De camino las grandes montañas —dice uno de los alfas, cruelmente risueño.

León se fija mejor en él, sobre todo en sus ropas rojas y doradas, con el emblema de la familia Kez en el pecho.

—¿Un... guardia real? —apenas balbucea. —¿Qué está sucediendo?

Los dos alfas ríen mientras el pobre chiquillo solo se queda pálido.

—¿Quieres que te expliquemos? —dice uno de ellos con un tono dulzón que alerta al chico. Él asiente despacio, con cautela, y el hombre palmea su regazo. —Ven aquí, te contaré. —le dice con una sonrisa que no sabe interpretar, el otro guardia le regala una mirada cómplice y se acomoda en su asiento, descruzando las piernas.

El chico se levanta a pesar de su mareo y la repentina hambre y sed que empieza a sentir, entonces nota también algo: el frío. La tela que los separa del exterior es porosa, deja pasar una leve brisa que León nota en todo el cuerpo. Baja la vista para comprobar lo que ya anticipa y, con horror, se ve desnudo frente a esos dos alfas.

Su cuerpo está lleno de moratones con forma de dedos y bocas, su bonito abdomen arañado, sus muslos casi cubiertos por el color morado. Nota sus tetillas inflamadas, llenas de hendiduras de dientes que tardarán días en sanar. Entonces se lleva la mano al cuello, angustiado hasta el punto de sentir una arcada.

—No te han marcado, niño. —le dice el guardia y pese a su tono impaciente, León se siente tan tranquilo que llora de alivio y lo mira agradecidamente —Ahora ven aquí. —palmea sus piernas gruesas de nuevo y León vacila.

—Estoy desnudo —dice preocupado, entonces, protestando, añade: —¿Por qué?

El alfa lo mira de mala gana. Él está acostumbrado a meterse en algunos líos, nunca le ha pasado nada más grabe que recibir un par de empujones o golpes, pero claro, eso era cuando los demás le creían beta, ahora el enojo en la cara de un alfa es una advertencia que sabe que debería tomar mucho más en serio. El alfa lo toma del brazo y lo tira a su regazo de un violento jalón. Así, León descubre que tiene también moratones en los brazos.

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