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León nota dos cosas al despertar: la dureza de algo contra su nuca y su nariz pulsando como si estuviese viva. Se levanta de golpe, cogiendo aire como si acabase de salir de debajo del agua, y los pulmones se le inundan con el aroma del aire fresco, el metal y cientos de feromonas de lobos rubios. Tose, cayendo de rodillas al suelo y tapándose la boca cuando siente náuseas, no sabe si por el olor o por algo más, y después de respirar un poco y acostumbrarse logra ponerse en pie de nuevo. Mira a los lados, piedra oscura atrapándolo, rodeándolo, pero frente a él le luz se filtra a través de altos barrotes metálicos. Se acerca a la verja, poniendo sus manos sobre el romo y frio metal, pegando el rostro a la apertura y viendo el cielo estrellado sobre él y una larga hilera de jaulas como la suya frente a sus ojos.

Gime de dolor cuando recobra un poco más la conciencia de su cuerpo, cae de culo al suelo por los sobrecogedor que es el dolor que siente en todas partes y desde las lumbares hasta el cuello un azote de sensaciones lo deja quieto por unos segundos, sin respirar. Se siente tan agotado que no intenta ponerse en pie; lo baja que es la celda tampoco se lo permitiría sin encorvarse.

—¿Dónde estamos? —dice susurrando, dirigiéndose a las oscuras jaulas que tiene en frente. Una voz familiar emerge de la negrura de los barrotes, como si el vacío le hablase, pero León sabe perfectamente quien le está respondiendo y es por eso por lo que frunce el ceño tan pronto como oye la primera palabra.

—Son las celdas del exterior de la ciudad, las usábamos para los presos condenados a muerte en su última noche de vida. Creo... que nos ejecutarán mañana.

—¿Por qué no me enseñas tu cara? Sé que eres tú, Gerard, sal y déjame verte con el asco que mereces. —ordena el omega entre dientes. No espera ser obedecido, pero una expresión triste sale dócilmente de las tinieblas, apretándose contra los barrotes como lo hace él. Gerard tiene el pelo pegado a la cara con sangre seca, horribles ojeras y las manos llenas de raspaduras, pero no le da ni un poco de pena. —Eres un traidor, un traidor sucio y asqueroso.

—Piensa lo que quieras de mí, yo he intentado hacer lo mejor para todos. —le responde con desgana, apartándole la mirada.

—Sí, claro, por eso van a ejecutarnos. —dice León con saña, no quiere discutir, quiere huir, pero le es imposible contener su lengua cuando escucha al pelinegro declararse inocente de ese modo tan desvergonzado.

—Eso no entraba en mis planes, ha sido un pequeño error de cálculo.

—Vete a la mierda, has planeado el asesinato de tu padre y tu hermano. —chilla, golpeando con el puño los barrotes. El metal hace vibrar el hueso de su antebrazo y duele como mil demonios, pero eso no es nada comparado a la ira que le quema por dentro como si en cualquier momento fuese a inmolarse.

—¿Y te crees que no me duele?

—¡Y una mierda! —ruge el omega, aporreando los barrotes de nuevo. No soporta a Gerard hablando de dolor, no después de que le haya arrebatado su única oportunidad de ser feliz, no después de haber dejado morir a su padre y hermano; León ya ni siquiera está triste o lloroso, sus lágrimas se han quemado y ahora solo quiere ponerle las manos encima a ese lobo asqueroso y enseñarle qué cosas horribles puede hacerle con el fuego le pica en la punta de los dedos. León daría su vida por su padre y su hermano, daría todo lo que tiene y lo que tendrá nunca por devolverlos a la vida, aunque fuese un solo instante, por poder despegar el olor a sangre del olor a lavanda de sus recuerdos, y Gerard tiene la osadía de sentarse en esa celda luciendo derrotado, como si él no fuese el maldito enemigo. —No lo habrías hecho si te hubiese dolido.

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