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Harry lleva a León a una plaza pública donde se dan las celebraciones, algo alejada de los grandes edificios y el llamativo y colorido mercado que León alarga su cuello para ver. Van acompañados de una gran hilera de guardias liderada por Kajat, que le ha revuelto el pelo al verlo y le ha dicho que no permita al príncipe beber de más o beber en absoluto. Harry ha dicho que no lo hará, pero luego ha guiñado un ojo a León y el omega ha reído por lo bajo.

León debe admitir que las calles de la capital del imperio de los Seth le impresionan: todo es tan pulcro y tan hermoso. En Kez no había edificios tan sofisticados y altos y desde luego, en cada rincón, se podían ver la pobreza y la miseria, pero el reino de Seth es próspero, lleno de vegetación que se abre paso entre los suelos adosados y de personas vestidas de colores claros, con la cara lavada. Pero lo que más le sorprende es la gente.

Los alfas son toscos, allá donde pasean parecen enormes montañas moviéndose, se puede ver en ellos la animalidad antes de que se transformen. Los betas son estirados, fuertes y de gran presencia, hablan alto y dan la mano a alfas como si fuesen iguales. Después están los omegas.

Los omegas, a diferencia de los alfas, son elegantes. Son sin duda más grandes que los de cualquier otra raza, pero de una forma especial: altos, esbeltos y de una belleza exuberante. En sus finas muñecas, caras pequeñas y facciones picudas la delicadeza es palpable, pero también la habilidad, la astucia y la decisión. No lucen como ningún omega que León haya visto nunca: su belleza radica en su fuerza, no en su vulnerabilidad. Una fuerza distinta a la de los alfas, menos apasionada y más calculadora, pero jamás menos firme. Y es la primera vez que León ve omegas fuertes.

Omegas andando solos. Con la cabeza alta. Con la voz firme. Con ropas abrigadas. Con pasos fuertes. Omegas con un lugar en el mundo.

Unas voces lo distraen y León ve una gran masa de gente aclamando a Harry. Los guardias se distribuyen entre el enorme público, incluso pierde a Kajat de vista. El príncipe se agacha hacia el omega y le dice:

—Tengo que hacer unos preparativos y dirigir el inicio de la fiesta. Espérame aquí o da una vuelta si quieres, sólo... pásatelo bien ¿Si?

—De acuerdo, mi señor. —responde ceremoniosamente, bajando un poco la cabeza y sonando dócil ante toda la gente que los mira y bisbisea.

El alfa se va, dejándolo entre un mar de gente que ya no le presta demasiada atención y en el que no se siente incluido. No entiende mucho de qué va la cosa, así que se aparta un poco y se va a sentar, a lo lejos, en un banquito de madera; sus piernas juntas y rozándose en constantes movimientos nerviosos y sus manos encerradas en puños sobre las rodillas. La gente bebe, come y habla mientras los artistas se preparan para empezar la fiesta. Cerca suyo pasan dos lobos del tamaño de zorros corriendo a gran velocidad, uno le muerde la cola al otro y acaban rodando por el suelo mientras se gruñen y dan bocados al aire. Al final sus cuerpos vuelven a la normalidad rápidamente, mostrando a dos gemelos que se ríen mientras se retuercen y juegan a peleas. León no quiere parecer maleducado, pero le cuesta mucho no quedarse mirándolos. En su pueblo los alfas solo podían transformarse en lobos a partir de la madurez así que le choca bastante ver a esos niños volver a ser lobos en menos de quince segundos.

Escucha a la gente aclamar y se gira de nuevo hacia el escenario de arena. Dos hombres descamisados y cubiertos en pinturas de colores cálidos sostienen una antorcha en una mano y una bota de vino en la otra. León se queda hipnotizado viéndolos avanzar al frente con pasos felinos y lentos. Su corpulencia parece maleable cuando se mueven con tal fluidez, avanzan con una pierna tras la otra, agachándose, alzándose, como la marea subiendo poco a poco. El público hace silencio, concentrándose en los tipos que avanzan dando la espalda al ocaso, donde las llamas de sus antorchas se confunden con el color del horizonte. Es hermoso, pero León se siente algo incómodo allí.

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