El dolor, el dolor de verdad, es aquello que no podemos explicar con palabras. No me refiero a dolor físico, puesto que ese es contabilizable hasta con una escala (según los médicos), me refiero al dolor del alma, al que nos hace acostarnos y empapar la almohada sin motivo aparente, o con más motivos de los que somos capaces de asimilar. Ese dolor, es el que nos hace sacar lo mejor de nosotros mismos en los momentos más difíciles; es el que nos construye una armadura y nos hace inmunes a una infinita cantidad de cosas, pero infinitamente vulnerables ante otras; es el que nos lleva a crecer como personas y a convertirnos en personas fuertes; es el que nos hace mejores (a su manera); es el que nos une todavía más a los que intentan sacarnos del pozo sin fondo, aunque para ello tengan que bajar a buscarnos. Ese dolor, es el que todos (o casi todos) hemos sentido alguna vez al perder aquello que más queríamos, al perder nuestro motivo para sonreír. Aquellos que no lo han sentido, son muy afortunados, pero a la vez me dan pena, porque no hay mejor sensación que resurgir de tus cenizas y empezar de cero, como alguien totalmente nuevo, pero a la vez, igual que el anterior. Y es que, en resumen, podríamos decir que el dolor nos convierte en fénix, y cada vez que renacemos, lo hacemos con más fuerza y más ganas de pegarle al mundo con nuestra enorme sonrisa, y así, vencer todo lo malo.
ESTÁS LEYENDO
Poesía y pipas
PoesieBienvenidos a lo más profundo de la jaula de grillos que es mi mente. Pasen y vean, soy un todo un desastre.