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CAPITULO CATORCE

MALDITOS NOMBRES

Abro mis ojos y una oleada de calor y dolor de cabeza me invaden tan rápido que gimo y cubro mis ojos con una mano. Todas las luces parecen impactar contra mis pobres ojos

Me giro, queriendo ver algo más allá y noto que ésta no es mi habitación.

Oh no.

Veo a alguien girado durmiendo el suelo, una oleada de terror me recorre. Cubre con la manta todo su cuerpo, apenas puedo ver su cabello.

Ayer... Me he drogado en un callejón. Es lo último que recuerdo.

¿Y si ha abusado de mi?

Miró mi ropa, intentando saber si estoy intacta pero no tengo ni mi teléfono, ni mis llaves, ni siquiera mi arma.

Cojo la lámpara en la mesa de luz y me aferro bien a ella. Acto seguido con toda mi fuerza se la lanzó a la cabeza al hombre.

—¡Ah! —Grita, poniéndose de pie.

—¿Bast? —Lo miró perpleja. —¿Qué...?

—¡Me has golpeado! —Grita indignado. —¡Te salvo y me golpeas con una...! ¿¡Me has lanzado una lámpara, aborigen!?

—¿Me has desnudado y puesto tu ropa, maldito fechista?

—¿Qué...? ¡Te he bañado!

—¡Me has bañado!

—¿Puedes bajar el tono que te escuchará alguien?

—¡Encima estoy secuestrada!—Chillo en un susurro.

—A ver, te encontré tirada en un callejón drogada, no podía hacerte reaccionar así que te he mojado pero para que no pesques un resfriado o, mojes mi cama, te he cambiado de ropa.

Me quedo mirándola. Por una extraña razón me sentí más relajada. Me ha cuidado. Cubro mi cuerpo con las sabanas, mirándolo aún confusa.

—¿Y los gorilas?

—No he visto a ninguno. Te han dejado sola.

Suspiro mirando el suelo, se supone que me cuidarían pero ahora que lo pienso; Bast tiene razón. El único motivo por la cual me siguen es para mantenerme constantemente drogada o vigilar que no escape.

—Ah. —Fue lo único que dije. Miré otra cosa, avergonzada.—Gracias.

Él se pone de pie. Tiene un piyama puesto y es completamente negro, como toda su ropa, camina hacia una puerta al cual supongo que debe ser el cuarto de baño.

Y yo le he lanzado una lámpara...

Él sale segundos después, tenía un cepillo de dientes en su boca mientras que se rascaba la cabeza, soñoliento.

—Oye... —Dice. —Bueno, anoche no he cenado... Y creo que bueno... Tú tienes una sangre..., ejem, —Suena incómodo de decirlo. —No quiero un disparo y tú no quieres que te ataque.

—Ah, sí. —Reaccioné.

Menudas formas de echar a alguien.

Me puse de pie y miré la ropa de Bast.

—Tu ropa esta secándose en el baño. —Bast me explica, notando mi confusión.

Entró donde me ha dicho y cierro la puerta. Fue donde entró mi pánico.

Me cambié tan rápido como pude, evitando verme al espejo para no deprimirme. Cuando terminé dejé la ropa prestada en el lavado, doblada perfectamente.

BastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora