XVII

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—¿Le dijiste? —preguntó Sasori.

—¿Cómo reaccionó? —intervino Kisame.

Los tres ministros caminaban hacia el consejo entre preguntas que volaban de un lado a otro acerca de Hidan, y pocas respuestas. Kakuzu se limitaba a asentir o negar con la cabeza. Su ceño fruncido era tal que parecía que las cejas terminarían por llegar a su boca.

—Llegan tarde, ministros —dijo Yahiko, frente a la puerta negra con una nube roja tras la que estaba el consejo.

—Yahiko, gracias por la bienvenida pero necesitamos entrar —expresó Kakuzu intentado apartarlo, pero el consejero del emperador no se inmutó.

—Señores, espero que tengan una buena explicación para esto —enseñó el pergamino que contenía el informe del incidente de Hidan—. Hay casi tanta inconsistencias como versiones. Necesitamos la verdad.

—¿Necesitamos? —increpó Sasori, sarcástico —. Tenemos un consejo que atender, Yahiko, es mejor que no se entrometa en los asuntos de los adultos.

El joven les abrió paso sin responder a aquellas palabras. No tenía sentido discutir con esos tres, los acabaría en su propio terreno: el consejo.

Los tres entraron al gran salón del consejo y todo quedó en silencio. Las miradas hacia ellos eran evidentes e indiscretas, sobre todo la de Nagato, que afligida, los observaba intentando creer en ellos.

—Ministros, daremos inicio al consejo. Tomen asiento —dictó el emperador.

Yahiko entró y cerró la puerta tras él, permaneciendo en silencio y observando a Nagato dirigir su imperio. Por algunos instantes, le era devuelta aquella mirada cómplice por parte de Nagato, haciéndole sonreír. Pero eran unos instantes tan breves que no le permitían disfrutar suficiente de aquellos ojos que tanto le gustaban.

Observó cómo las mejillas de su gobernante y amante se iban tiñendo de rojo mientras pasaba el tiempo, y un sudor bastante insistente lo hacía repasar su frente con el dorso de la muñeca. Se comenzó a preguntar si Nagato se sentía bien.

Esa mañana habían hecho el amor en breves y eufóricos minutos, justo antes de entrar a la reunión. Imaginó que aún tenía el sabor de su piel en los labios, y que las manos del pelirrojo aún podían sentirlo. Sonrió con picardia. Rememorando esos momentos era difícil contener su emoción. Esperaba pacientemente a que la reunión terminara para volverlo a someter entre las sábanas.

—¡Emperador! —gritó Sasori.

Aquello lo sacudió. Vio al delgado y pálido emperador desmoronandose, hasta caer inconsciente al suelo. Así que fue rápidamente en su ayuda, aunque Sasori ya lo estaba atendiendo, no había mucho que pudiera hacer.

—¡Emperador, reaccione! —el médico lo tomó entre sus brazos, asegurando su estado actual —. Hay que trasladarlo.

Sasori pensó instintivamente en su dominio, donde tenía todo lo necesario para tratarlo pero Hidan estaba ahí.

—¿A dónde lo llevamos señor? —preguntó inocente uno de los guardias.

—¡Kisame! Ve y desocupa mi habitación —le dijo, sin revelar nada más, el otro ministro sabía a qué se refería.

—Zabuza, ven conmigo.

Corrió con su segundo al mando hasta los dominios del ministro de salud, para sacar a Hidan de ahí. De paso, llamó a Itachi, Haku y Deidara, para llevarlos dos pisos más arriba donde estaba su dominio y que no interfirieran por error.

—¿Sucedió algo, mi señor? —preguntó Itachi, con discreción en sus palabras.

—Es difícil de explicar, sólo quiero que te quedes tranquilo.

Jaula de Oro - 𝑨𝒌𝒂𝒕𝒔𝒖𝒌𝒊Donde viven las historias. Descúbrelo ahora