XLIV

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Deidara abrió los ojos con pesadumbre, asimilando las llamas tenues tras la figura grande frente a él. No lo reconocía. Hizo su mejor esfuerzo por incorporarse, quien sea que estaba observándolo, esperaba por alguna palabra; El no diría nada, a fuerza el ardor en la garganta le dejaba respirar. la lámpara de aceite fue acercada lentamente entre él y el otro, así reconoció el rostro sereno de Kakuzu.

La cabeza le daba vueltas y con la reciente sorpresa de que estaba en los dominios del cruel ministro de economía, su memoria le fallaba. ¿Aquel que le ayudó fue...?

—¿Estás mejor?

Aunque no fuera del todo cierto, asintió ante la pregunta que el mayor le hacía. No recordaba demasiado antes de perder la consciencia, aunque vagos vestigios le azotaran la memoria de un momento a otro. Kakuzu se acomodó sobre el futon, invadiendo el poco espacio que quedaba, era la mitad de la madrugada, quería descansar aunque tuviera que compartir el lecho con un esclavo —ya que éste había vomitado su dormitorio—, ya estaba siendo demasiado indulgente con tratarlo de esa forma preferencial. El castaño se reprochó mentalmente, se suponía que su cambio era un hecho, no debía pensar en el rubio como algo menos que un humano.

—Espera —la voz del rubio salió como un susurro lastimero, ahondando en una amarga sorpresa. Se percató que no llevaba más que una yukata negra, sus ojos se cristalizaron con amargura—. Yo... ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? ¿Qué pasó?

Kakuzu endureció la expresión, no quería creer que ese mocoso habría mal interpretado todo en ese nefasto sentido.

—Se dice gracias, niño mal agradecido —regresó, con la voz suave—. No te hice nada. Vomitaste tu ropa, la mía, mi habitación. Todo —aclaró, sentado al lado del menor. El rubio permanecía en una posición defensiva a pesar de su vaga explicación, entonces en ministro suspiró y prosiguió—. Hidan me ayudó con... eso. No te tomes esto personal, pero no eres mi tipo. No te tocaría ni porque me pagaran por ello.

Considerando que el dinero era el motor de Kakuzu, decir aquello era realmente acertado.

El nervioso rubio lo observó algunos segundos más, silenciado por la verdad que se escapó de los labios que siempre tenían cosas ingratas por decir. ¿Cómo es que había cambiado tanto en tan poco tiempo? Más allá de no entender la razón, el hecho de que lo ayudara, parecía ser una especie de milagro.

—Yo... no lo entiendo.

—¿Qué? ¿No puedes creer que tus bonitos ojos azules no conquisten a todos? —dijo, entre sarcasmo agrio y una verdad tacita. Dejó que una sonrisa pequeña se le dibujara en los labios cuando los ojos en cuestión se arquearon por una sonrisa genuina.

Los polos opuestos compartían una risa, bajita y cursi.

—No me refería a eso ministro. No entiendo por qué me ayuda.

—Yo tampoco lo entiendo.

El silencio reinó por unos segundos. No era nada incomodo o duro de digerir, aquella ausencia de sonidos reflejaba la armonía entre ellos. El mismo tipo que lo amenazó durante la cena, a quien le temía más que a Sasori, ¿por qué?

—Quizá me cansé de ser un maldito bastardo —dijo como si hubiese escuchado los pensamientos del doncel. Elevó la mirada al techo, imaginando el cielo sobre él.

—Eres humano, después de todo, ¿no es así? —le recordó. Deidara se atrevió a colocar su palma nerviosa sobre el hombro tenso del castaño.

Kakuzu resopló, manteniendo la sonrisa amena. Le explicó que fue Hidan quien tomó responsabilidad de limpiarlo y cambiarlo, su estado era serio, aunque ahora se sintiera mejor no podía tomárselo a la ligera. El tono de voz era cálido, ninguno de los dos lo entendía, pero realmente era agradable tener instantes en los que la paz era la anfitriona.

Jaula de Oro - 𝑨𝒌𝒂𝒕𝒔𝒖𝒌𝒊Donde viven las historias. Descúbrelo ahora