LVIII. Otra vez

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—¿Quiere que vuelva a haber otro accidente?, ¡todo lo que me dijo era una mentira! —vociferé—. ¡Nunca estuvimos amenazados!

—Escúchame bien lo que te digo, ¡vas a volver a agarrar esa pistola e irás a un maldito campo de tiro a dispararle a papeles! —gritó Edgardo mirándome con enojo.

—No defendió el punto de estar amenazados, ¡es un mentiroso! —miles de partículas de saliva salieron de mi boca, esta disputa empezaba a parecer una pelea de perros rabiosos.

—¡No, coño! —exclamó—. ¡Nunca recibimos ni una puta amenaza!

—Genial, pone en peligro a su personal, ¡me di un maldito balazo! —comenzaba a desesperarme, esto estaba yendo muy lejos.

—Fue tu culpa, no mía. —expresó con sarcasmo y rió.

—Otra mentira, ¡me dijo que yo era una hija para usted y ni siquiera le importo! —y sí, le había creído todo cuando yo me encontraba por los suelos hace meses.

Sentí mucha impotencia, y otra vez me puse a llorar.
Estas semanas habían sido muy duras para todos, el estrés invadió cada uno de los cuerpos del personal y del quinteto; había cansancio, enojo y tristeza por todas partes.

Salí de la oficina con Edgardo y bajé las escaleras.
De repente y sin darme cuenta, Adrián estaba enfrente de mí, cubrí mi rostro para que no mi viera llorar, pues no quería denotar debilidad, él me veía como una figura de autoridad más que como una amiga, y no quería cambiar eso aunque me costara tragarme mi llanto.
Lo ignoré pero me siguió hasta la cocina, estaba sirviéndome agua fría que guardábamos en el refrigerador, y ahí habló.

—¿Estás bien? —preguntó preocupado.

Tardé un poco en responder, de otro modo mi voz se hubiera cortado.

—Sí, solo son problemas. —tomé agua dándole la espalda.

—Escuché lo qué pasó, ya sé que estás llorando, y solo quiero que sepas que estoy aquí para ti. —habló con tranquilidad.

—Gracias, Adri. —lo miré, se espantó un poco por mi rostro, muy seguramente estaba hinchada y con los ojos rojos.

—Que estés bien. —sonrió sin mostrar los dientes y se fue.

Todos estaban ensayando en uno de los salones de la casa, yo tenía que continuar con mi trabajo, y por la tarde Papo Tito y yo saldríamos junto con Joselo para ir a un campo de tiro.

Pensé en una de las únicas personas que lograría calmarme: César.
Fui a mi cuarto y tomé el teléfono de mi recámara para marcarle, hace unos días me dijo que estaría ocupado, así que la sensación de qué tal vez no recogería el teléfono se hacia presente en mi cuerpo a medida de que los pitidos sonaban en la bocina del aparato.

Alcé la vista para ver mi rostro, una exhalación cuando me di cuenta de que no había ningún reflejo en el espejo de mi habitación. El teléfono se me resbaló de la mano y casi cayó al suelo de no ser porque el cable que lo conectaba lo impidió; por algún motivo me sentía más asustada de lo normal, obviamente no era la primera vez que sucedía pero de verdad estaba perdiendo los estribos.

La desesperación de tocar mi rostro pero no verme, los pitidos que provenían del teléfono avisando que nadie había respondido, y los miles de pensamientos de tristeza y enojo me hicieron tambalear, golpeé uno de mis brazos contra el suelo cuando caí, y mis oídos se inundaron con el sonido de un vidrio quebrándose.

Cerré los ojos cuando sentí el dolor invadir la parte que había sido lastimada y en la cabeza, abrí mis párpados y miré mi brazo de carne y hueso, sangrando, empapando la alfombra beige que cubría el piso.

Cristalina // Rubén Gómez Donde viven las historias. Descúbrelo ahora