Prólogo

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AVISO: el vocabulario empleado no se ajusta a la época.

Ni me ciño fielmente al contexto histórico.

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No encuentro ninguna explicación sobre el torrente de emociones que me abordan en cuanto lo tengo cerca de mí. Inevitable e imparable. Se me eriza la piel, me cosquillea, siento un nudo en la garganta y el corazón late como un atronador tambor.

¿Qué me pasa? Desde que lo vi aquella mañana, montado en su caballo, y me saludara con esa sonrisa ladeada como si fuera la destinataria de dicha sonrisa, esas sensaciones me asaltaban cada vez que lo veía o lo tenía cerca. Como si un rayo me hubiera fulminado y dicha sensación perduraba dentro de mí. ¿Había caído enferma y no lo había sabido? Nerviosismo puro que me dejaba mentalmente agotada. ¿Qué era y por qué me ocurría cuando estaba cerca de él?

Algunos poetas lo llamarían amor; yo, diría temor o pavor ante los sentimientos que no eran familiares para mí. ¿Cómo caminar recta sobre una cuerda que no estaba bien atada?

Su hermana Susan, mi mejor amiga, me había invitado a merendar esa misma tarde. En ese momento, estábamos en la salita acompañadas por la charlatana de su madre y mi tía con la que intercambiaba chismes de la ciudad, que no era para menos, ya que por ahora estábamos en el campo y era necesario ponerse al día. Necesario y urgente, no iba a ser que los chismes volaran y fueran a esconderse de ellas.

– Madre, Ariadne y yo vamos a dar un paseo por los jardines – escuché decir a mi amiga.

Suspiré en mi interior; las dos nos estábamos aburriendo soberanamente. Además, quería que me enseñara la nueva incorporación a la familia.

– Sí, queridas, váyanse, pero no arméis ningún escándalo afuera. Ni molestéis a los peones.

– No, madre – sabiendo que con esa contestación por parte de Susan no era señal de que lo fuera hacer. Bien que lo sabía la matriarca de la familia, que poco interesada en volver a sermonear a su hija, no interrumpió su conversación con mi tía, que asintió, dándonos también su permiso.

Fuera de su escrutinio, casi corrimos hacia los jardines y reímos a carcajadas.

– No puedo, aunque sea mi madre, no aguanto a las personas que chismorreen y se creen dueños de sus vidas – resopló Susan de forma graciosa.

– Te entiendo. A mí, me pasa igual – le contesté con otra sonrisa.

– Ven, te quería enseñar a los animalitos más dulces que he encontrado.

Caminamos por un sendero que guiaba hacia los jardines y los establos. Nos desviamos y fuimos directamente a las caballerizas. Me llevó hacia un rincón donde había heno, un montón de heno. A pesar del ruido de los cascos de los caballos, sus relinchos, se podía escuchar unos pequeños gimoteos. Nos agachamos y me explicó que una gata había parido ahí mismo y que había nacido ocho preciosos y entrañables gatitos, estos escuchándonos salieron tímidos hacia fuera.

– Son adorables – era una forma corta de decirlo porque me enamoré de cada uno de ellos.

Eran como bolitas de pelo. Uno con manchitas en la cabecita fue hacia a mí. Lo cogí mimosa y con cuidado para que no se lastimara.

– Lo son – Susan también cogió otro que comenzaba inútilmente atrapar el bajo de su vestido -. Aún no lo saben mis padres. Los tengo aquí en secreto. No sé si me dejaran quedármelos – susurró compungida.

– No estés triste, quizás te dicen que sí – acaricié mi mejilla con el pelito suave del gatito, este me lo agradeció con un pequeño lametazo. Era tan mono y juguetón

– Si quieres y te dejan, te puedes llevar alguno.

– No sé si podré – ambas suspiramos.

No sabíamos con certeza cuál sería el destino de esos gatitos. Ni queríamos pensar en la otra opción que era la que menos nos gustaba.

Escuchamos unas risotadas a fuera que nos alarmaron. Nos miramos con los ojos abiertos y las dos intentamos ocultar a los pequeñajos. Sin saber dónde escabullirnos ya que unos pasos se acercaban, tratamos de ocultarnos tras una puerta envejecida que dejaba lugar a una habitación donde se guardaban el pienso, montañas de heno, herramientas para poner las herraduras a los caballos y monturas viejas. Mi amiga y yo guardamos silencio. No podíamos hacer otra cosa para que nos pillaran. O queríamos pillar a los nuevos visitantes. No lo sabía con claridad, solo que nos escondimos y esperamos. ¿Quiénes serían los intrusos? Poco a poco el miedo y los nervios fueron apoderándose de mi cuerpo. Cerré los ojos presa de la ansiedad.

– Querido, no crees que en este lugar nos puede descubrir – dijo una voz femenina, ronca e insinuante.

– Shhhh – la silenció su compañero con un fogoso beso que la dejo más ardiente y necesitada -. Tranquila, aquí nadie puede vernos.

Abrí los ojos y me asusté al reconocer la voz.

Es él.

Miré a mi amiga y esta tenía las mejillas sonrojadas. Sabía quiénes eran. Se escuchó unos murmullos extraños.

Mi corazón dejó por unos segundos de latir, sin saber lo que hacía, sin hacer caso de la mirada de advertencia de mi amiga, me asomé un poco por el poco espacio que separaba de la puerta del marco.

– Dios, malsana curiosidad – pensé.

Me destrozó lo que vieron mis ojos. Una escena de amantes.

Él, el hombre que no se iba de mis pensamientos, acariciaba sin ningún pudor a la muchacha, que lo rodeaba con una pierna desnuda la cadera masculina. Se besaban con ardor, como un par de locos sedientos. No puede ser. Me mordí los labios para no gritar. Una gota de sangre se coló en mi boca dejando un sabor amargo. Sentí un brazo que me arrastraba hacia atrás, mi amiga contuvo un grito al ver mi palidez. Negué con la cabeza, soy una estúpida. ¿Por qué me ha afectado tanto el verlo con otra?, me pregunté con el corazón estrujado.

– Estoy bien – modulé los labios sin emitir ningún sonido.

Sé que no me creía, pero le agradecí su silencio.

Soportamos la tortura de escuchar unos gemidos, me tapé los oídos sin poder evitarlo, me fijé que mi amiga no estaba sorprendida. ¿Había conocido más encuentros como este de su hermano con otras muchachas? No me respondió. No hacía falta, sabía la respuesta. Pasaron unos angustiosos y lentos minutos más que para mí fueron horas tortuosas antes de que los amantes concluyeran su idilio y salieran por los establos.

– Será un guarro – saltó Susan ofendida y con las mejillas escarlatas -. Es un sinvergüenza, no tiene ningún respeto.

Yo no dije nada, sentía el cuerpo como un globo desinflado. Quería urgentemente irme a mi casa.

– Me va a escuchar, sí, señor. Encima, sigue viéndose con esa víbora.

Sus últimas palabras me llamaron la atención.

– ¿Víbora? - pregunté con la boca seca.

– Sí – contestó malhumorada ajena a mi turbación -. Se llama Anne Sinclair, es la hija menor de mis vecinos, los señores Sinclair. Está comprometida con mi primo Francis, y parece que ese hecho no les importa tanto a mi hermano como a ella ... - sus manos se cerraron como puños.

– ¿Desde cuándo? – tan masoca quise preguntar más.

– Hace más de un año – masculló y soltó unas cuantas palabrotas, que no debería soltar nunca una joven dama.

Más de un año, más de un año, como una retahíla repetí en mi fuero interno.

Porque no soy ella (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora