Capítulo 38 (breve)

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¿Una oportunidad juntos?

No lo encontró en un principio.

Creyó que podía estar en la biblioteca (como la anterior vez cuando lo buscó) o en sus aposentos, dormido. Sin embargo, no lo halló en la biblioteca, ni en su dormitorio. Más eso no la detuvo en querer buscarlo; además, tenía la confianza en que se encontraba en algún lugar de la casa. Así que cogió un candil y la capa, siguiendo una pequeña intuición que había empezado a sentirla. No estaba segura, pero era mejor que nada. Se abrigó más con su capa y salió hacia el jardín. No estaba muy lejos al lugar donde se dirigía; hacía tiempo que no lo había visitado. La última vez fue hacía más de un año cuando enterraron al anterior marqués, el padre de Michael. Inspiró hondo cuando vio la puerta de la capilla familiar abierta, supo que estaba dentro. Lo llamó, pero nadie le devolvió a su llamada. Caminó con el corazón en un puño hasta verlo enfrente. 

— ¿Michael? — el hombre parecía estar en otra parte, menos allí. Se acercó y le cogió de la mano —. Hace frío, ¿qué haces aquí?

La pregunta, quizás, hubiera sobrado. Por la expresión de su esposo, no estaba tranquilo.

— ¿Por qué no regresamos a casa? — lo intentó una vez más, preocupada por su estado en trance.

Cuando lo vio negar con la cabeza, suspiró. 

— Quería pensar que mi padre me había perdonado — poco a poco, lo fue entendiendo, y el nudo que le había agarrotado su corazón se intensificó —. Cuando me fui enfadado de aquí, no me imaginé que sería el último encuentro que tendría con mi padre. No llegué a entender su orden de que me marchara; estaba rabioso con él y conmigo mismo. Tardé en darme cuenta que me faltaba madurez y aceptar que lo que tuve con Anne fue un error. 

Ariadne trató de sentir la punzada de celos al oír su nombre; no la mencionó con cariño o nostalgia. Sino como un recuerdo lejano y olvidado.

— Tardé más todavía en ver realmente su predisposición a unirnos — la joven se envaró al recordar el momento de la lectura del testamento, él esbozó una sonrisa al notarlo —. No me comporté bien en ese día contigo. Podía excusarme con que seguía molesto, rabioso con su decisión; sí, podía decir que sí, estaba motivado por ello. Pero más al creer que me estaba obligando a tomar decisiones que no las había tomado yo  personalmente. 

¿Se estaba arrepintiendo de haberla aceptado? ¿Acaso había llegado tarde? Un profundo temor la dejó temblorosa.

— Te di la oportunidad de rehusar la elección de tu padre — dijo Ariadne helada porque al final acabara todo en ese instante.

— Lo sé — al sentir su mirada en su figura, sintió que la quemaba. Ya su mirada no estaba perdida en los recuerdos del pasado, sino allí, con ella —. Fue desde ese día cuando me empecé a preguntar si te había prejuzgado mal, aunque no lo quise aceptar aún. Nunca fuiste cómplice de su decisión, nunca fuiste culpable como te acusé. No estoy orgulloso por ello; mi padre tuvo razón. Ojalá estuviera aquí para decirle que no se había equivocado al elegirte como mi esposa y me pudiera perdonar por mi ceguera y mi rebeldía.

Ariadne no pudo decir nada porque se quedó sin palabras. Michael depositó un tierno beso en el reverso de su mano. 

— Seguro que te perdonó y se lamentó mucho antes de haberte mandado lejos de él, de su familia — le acarició la mejilla con su otra mano libre.

— ¿Lo crees?

— Sí — susurró emocionada con los sentimientos a flor de piel —. Todos te habíamos echado de menos, Michael. Habría buscado la manera de hacerte regresar antes, lo que le pasó, fue que no le dio tiempo hacerlo. De dónde esté, estará orgulloso de ti y no es el único. 

Ya no hubo más distancias entre ellos; la encerró en sus brazos, abrigándola también con su calor, con su abrazo. 

— Quiero escucharlo de tus labios, esposa mía. 

Levantó la mirada hacia su rostro, ensombrecido e iluminado por la luz del candil.

— Nunca he dejado de amarte, Michael — confesó entre lágrimas que él fue besando una por una —. Aunque intenté odiarte, enterrarte en lo más profundo de mi pecho, suplantarte por otro, estabas ahí. Nunca te habías ido de mi corazón.

Sus labios fueron aplastados por los suyos y sintió encenderse como la yesca al sol. Se detuvieron percibiendo  que el límite estaba a punto de romperse. Apoyó su frente en la de ella sin dejar de mirarla y adorarla.

— No sé en qué momento y lugar te metiste debajo de mi piel, Ariadne. Pero cuando lo hiciste, no te fuiste de mis pensamientos y tampoco de mi corazón. Me tenías postrado a tus pies y me tienes ahora. Te amo, Ariadne. 





Porque no soy ella (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora