Capítulo 30

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El primer síntoma del amor es la negación. 

No había calculado bien la hora y se retrasó bastante en regresar a casa, ya la noche se le había echado encima cuando llegó al marquesado y se había saltado la cena, menos mal que uno de los arrendatarios lo invitó antes a comer en su casa. Fue un gesto muy amable de su parte y el de su familia, que se la presentó con orgullo, con una esposa que lo adoraba y veneraba. Presenciar la estampa feliz de la pareja con sus hijos pequeños le empujó a recordarla, cuando había tratado de mantener la mente en frío.  

Torció la boca en una mueca que acabó siendo una línea muy fina de sus labios. No era propio de él llegar tarde, le había llevado su tiempo en recorrer los terrenos y hablar con los lugareños. No era que había fijado ese día para llevar tal actividad, lo decidió simplemente sin ningún motivo aparente, aunque en verdad sí sabía el porqué lo había hecho. Dicho motivo estaba relacionado con que se había sentido abrumado y haberse despertado en la cama de su esposa sin haberse sentido el imperioso deseo de irse de su cama en medio de la madrugada, golpeándole el ansia de querer estar con ella. Cuando creyó que su anhelo había sido saciado, no pudo estar más equivocado sintiéndose frustrado y desgraciado. No le gustó ese sentimiento, no le gustó ser dependiente de ese fiero deseo que no paraba de contraerle las entrañas; así que tomó esa decisión de poner distancia sin tener mucha solidez para mantenerla. Porque a la vista estaba que no la pudo olvidar y cuando llegó a casa, no evitó preguntar dónde se encontraba. 

Seguramente, no estuviera complacida al verlo. No había sido muy atento, y mucho menos cuando mandó una escueta nota que le decía que iba a pasar el día fuera, sin concretar su hora de regreso. Fue bastante impersonal, insulso y seco. No le sería de extrañar que cuando la encontrara, lo mandase al infierno. No se había comportado muy cortés con ella. No dar la cara tenía que ver con ello, aunque realmente no debía darla, ¿no había así su comportamiento desde que se casaron? 

Sus pasos fueron ralentizando cuando se percató realmente dónde se iba dirigiendo, en el pasillo podía oír las notas que salían del salón de música. Se le arrugó el ceño cuando se aproximó y abrió más la puerta que había dejado entreabierta. Había muchas velas encendidas que iluminaban la amplia estancia donde antes de morir su padre se habían llenado de celebraciones. 

¿Cuándo fue la última?, se preguntó sin dar con la fecha exacta. Nunca había sido bueno para recordar fechas del pasado. 

Incluso, no había puesto un pie en ella, sabiendo que los criados hacían sus tareas y la mantenían limpia. Ahora, lo usaba su esposa, que a unos pasos lejos de él, tocaba sin haberse percatado de que había llegado. No se molestó. Ni el hizo el ademán de interrumpirla, observándola desde el quicio de la puerta. Observándola a su antojo, aunque intentó ser indiferente a la imagen que proyectaba con la iluminación y con las notas musicales rodeándola.

 Podía ver sus cabellos recogidos en un moño desenfadado que despejaba su nuca, donde quiso otra vez tocar, pero no lo hizo manteniéndose en su postura, apretando las manos como puños. Su espalda estaba recta como indicaba el saber estar y el que tocara con finura y elegancia. Un sentimiento pesado y oscuro se instaló en su estómago, haciéndole sentir como un intruso de su propio hogar, de su... esposa. 

No le gustó sentirlo, no le gustó imaginarse las veces que el señor Elwes había estado con su esposa, dándole lecciones de música y no lecciones de música. ¿Habían llegado a más, superando la clase tradicional de alumna y profesor? Imágenes de ellos dos juntos perfilaron por su mente, entre risas y confidencias... ¿algún beso furtivo? La visión se le puso roja, y no evitó que la sangre se le encendiera. ¿Había deslizado su mano por su espalda para recordarle la postura correcta? Se torturó con esas preguntas ponzoñosas que lo incitaron a acercársele, a alejarse de la puerta.

 No supo si escuchó sus pasos por encima de la música. Más su expresión tan entregada, le llevó por un camino espinoso del cual no había sido preparado para adentrarse, más sus espinas lo desgarraron.

Quiso tirar las partituras, apartarla del piano que se había convertido especialmente en su instrumento menos favorito. Quiso apartarla y adueñarse de ella, de su entrega y que exclusivamente lo tocara, a él.

¿Lo amaba tanto que lo añoraba? No era la primera vez que se preguntaba por ello, al menos no con la rabia que estaba sintiendo ahora.

Incluso, con la música estaba más cerca de quien fue su profesor que de él, estando allí. 

Se pasó una mano por los cabellos y no se fijó que la música había parado, dejando que el silencio se instalara sobre sus cabezas. Pesado como su respiración. No se fijó cómo Ariadne lo miró, entre confundida y preocupada por su ominosa expresión. Inalcanzable para ella.

— Milord 

Su voz lo atrajo, pero no lo alejó de las sombras tinieblas que lo habían abordado.

— ¿Está bien? — se puso de pie, aunque retrocedió un paso de cautela.

¿Lo estaba?

Negó con la cabeza y, antes de desvelarle la verdad, hizo lo que bien sabía hacer.

Bajó la tapa  frontal del piano, cubriendo el teclado y atrapando su atención. Su mirada fija en sus manos; bien porque no quería que recordara otras. 

— Apóyese en el borde.

No le contestó cómo esperó, viendo su recelo en sus atrayentes ojos de cierva. Él no pudo sentirse más que un depravado por lo que le quería hacer y sentir en vez de tener una conversación como dos personas adultas y educadas.  Agarrándose al poco de control que le quedaba, se lo volvió a pedir con más calma, aunque no sintió nada de calma en su interior.

 Lo obedeció con mil interrogantes en su mirada, ¿pero él acaso se las aclaró en algún momento? No, en cambio, se acercó a ella como una sombra que quería devorarla. 

Antes de preguntarle qué iba a hacer fue cuando la levantó como una pluma y la colocó sobre la tapa. Escuchó su jadeo por encima del tronar de sus latidos, no especificó más cuando agarró sus manos y se las llevó a su pecho, queriendo que lo tocaran pese a las capas de ropa. Las dejó ahí mientras que con las suyas, las alzó a su rostro, cubriendo su mejilla con una y la otra, la bajó hasta posarla en su cintura. No atacó, de momento, clavando su mirada en ella, que bajó los párpados sin poder sostenerla por la intensidad que la quemaba. Sin embargo, el marqués no pensó igual, ladeando su rostro.

— No quiero que cierre los ojos y piense en otro que no sea yo.

¡¿Qué?!

Pero no pudo hallar la voz para preguntarle porque con un gruñido visceral, aplastó su boca con la suya, hundiéndola con él, en esa espiral tan envolvente que estaba tornándose tan peligrosa como adictiva, volviéndose enajenada de su propio raciocinio en cuanto a su persona se trataba.

Ahora fue Michael en tocar, en tocarla a ella y hacer música como nunca antes lo había hecho.

Porque no soy ella (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora