Capítulo 27

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Es mejor no esperar nada porque así uno evita decepcionarse o, peor aún, hacer el ridículo.

El escuchar que no tenía intención de visitarla después en sus aposentos, fuera verdad o no que estaba cansado, no le produjo el alivio que hubiera esperado. Sino que sintió una punzada en el estómago que no desapareció en unos segundos. Mismos segundos que él tardó en despedirse y volver a lo que estaba haciendo antes de haber irrumpido en la estancia. Frunció el ceño ante la poca iluminación que había y el papeleo disperso que había en el escritorio. 

No es tu asunto.

Titubeó, mirando entre el libro y el escritorio.

— Puedo ayudarle — no supo quién quedó más sorprendido: si él o ella, que habría cerrado la boca en cuanto la abrió —. No son horas para que permanezca aquí y con poca luz.

Directamente dejó el candil y el libro encima del escritorio. Vio que había bastante jaleo y unos cuadernos con cuentas abiertas. Quizás, era reticente en dejar que mirara las cuentas; había hombres reacios a creer que una mujer tuviera tales capacidades o se vieran amenazados por superarles. Cual fuera la razón, Highwood podía negarse y ella acatarlo, viéndose humillada.

— ¿No cree que debería descansar?

— También podía aplicárselo en su persona — le tendió una mano para que le diera la pluma, cosa que él, a regañadientes, se la dio no sin antes de dejarle su sitio a ella —. Dijo que estaba cansado.

No quiso ponerse más nerviosa de lo que estaba y se sentó rápido, sin tener la oportunidad de rozarle o tocarle. Se acercó los cuadernos a su visión, viendo las columnas de números. La letra era pulcra y legible.

— Lo estoy — saltó a la defensiva, pero Ariadne obvió su tono —. Le pedí al señor Andrews que me diera las cuentas de los gastos de los últimos meses. Estaba revisándolas y una de las sumas no me cuadraba. Pudiera ser que la poca luz no acompañaba.

— O podría ser que se hubiera equivocado, ¿no?

Asintió, aunque ella no viera su gesto, centrada en las cuentas sin percatarse de su escrutinio. Para ella, no le era tan difícil revisar las cuentas. Había cogido mucha práctica en casa de su tía cuando el administrador cayó enfermo.

— No pensé que una de sus lecciones era ocuparse de las tareas del administrador — pareció leerle el pensamiento —. No es común en una dama adiestrarse en dichos menesteres. (*)

— Espero no encontrar su disgusto en ello. 

Lo oyó chasquear la lengua y sentirlo detrás de la silla, menos mal que el respaldo del sillón los separaba porque pudiera ser una buena distracción, teniendo en cuenta que estaban solos al igual que lo estuvieron en el invernadero. Inevitablemente, sus mejillas se sonrojaron y agradeció que tenía la cabeza agachada para que él no se percatara de la travesura de sus pensamientos.

— No, más bien me sorprende, superando cualquier otro sentimiento que se asemeje al disgusto. No se ofenda, por favor. 

— No me ha ofendido — y ya se dio cuenta del pequeño error, una mala coma puesta. Lo corrigió, sintiendo una pequeña victoria —. Espero que ya le cuadre, milord.

— ¿Puedo?

— Adelante, pues.

No debió haber sido tan confiada o tan segura de su entereza, porque no previó que al inclinarse él desde su posición, hacía que se acercara más a ella y su brazo rozara con el suyo. Él no dio muestra de haberle afectado, o haberse fijado en ese detalle.

— Mmmmmm. 

— Habrá sido un despiste del señor Andrews. Posiblemente, tampoco contó con las suficientes velas o que estas se apagarían más pronto para ver lo que estaba haciendo.

— Como yo, ¿no?

Fue cuando sus miradas se reencontraron y Ari sintió un golpe en el pecho, saltándosele un latido o varios de su corazón. 

— Nunca me atrevería a decirlo sobre su persona, milord.

— Ya lo dice con su mirada.

Le pillaron desprevenida sus palabras  y su sonrisa petulante. Como si él la conociera mejor que ella misma. 

¡Inaudito!

— Yo... — intentó decir algo con que la excusara, pero no pudo hallar respuesta alguna y dijo atropelladamente: —. Creo que se equivoca — apartó la mirada—. Como he resuelto el pequeño error, me voy. 

Se levantó poniendo distancia entre sus cuerpos, rodeó el escritorio y se alejó un poquito.

— Le estoy agradecido porque me haya ayudado.

— No tiene el porqué de dármelas, otra en mi lugar lo hubiera hecho — quiso restarle importancia aunque su corazón brincara como un tonto —. En fin, ¡qué pase una buena noche! — iba con el paso ligero cuando se percató que se le olvidaba algo.

Gimoteó para sus adentros.

Tuvo que darse la vuelta, cuadrar hombros y ver que él le estaba tendiendo el libro olvidado. No se dignó a mirarle la cara, avergonzada.

— Sí, se me había olvidado — le señaló con la mano el objeto en cuestión y se acercó, abochornada.

— Para que la ayude a dormir.

— Sí, ejem. Para que me ayude a dormir — lo cogió y tontamente, por unos segundos, esperó algo que no ocurrió —. Ya le puedo decir de verdad buenas noches. 

— Ariadne — ahora su corazón aleteó como un pájaro al escucharle.

Había dicho su nombre.

— ¿Si? — girándose casi temblorosa y con el libro apretado en su pecho.

— Tenga una buena noche, también.

Intentó que la desilusión no se le reflejara en el rostro.

Fue por pura cortesía.

Le respondió con un gracias, apenas audible, y se marchó antes de hacer el ridículo.

De nuevo.

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(*) Puede ser que esté confundida, y las damas si eran instruidas en esas materias como eran las matemáticas. Si es así, ya lo corregiré cuando pueda. 

Porque no soy ella (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora