Capítulo 24

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No vayas con burlillas, a quien tiene malas cosquillas.

— ¿Qué hay de malo? — le espetó malhumorada, habría creído que estaba a "salvo" de su presencia.

Para colmo, para mayor tormento, iba muy atractivo con su traje de montar y su pelo que se le había rizado por la humedad y el sudor. Seguramente, había ido a cabalgar como hacía antaño. Apretó las manos en su regazo, teniendo el cuidado de no dañar las rosas.

No le importó que no la hubiera invitado a cabalgar. Si antes nunca lo había hecho cuando no reparó en su persona, ¿lo iba a hacer ahora?

Resopló sobre un mechón que se le había caído del moño, finalmente acabó por apartárselo con la mano.

— No hay nada malo salvo que es su segundo día que lleva en Devonshire; viene al invernadero de mi madre y actúa como un peón más.

No iba a caer en su ofensa, así que fingió en reanudar su tarea.

— Pensé que nadie echaría de menos mi presencia — cogió el tallo de una rosa y le sonrió —. Además, la compañía de estas damas es mejor que la de ciertas personas. No te gruñen, no te contestan mal... Y lo más importante, te escuchan.

— Vaya — frunció el ceño ante su tono sarcástico —. Diría que está hablando de alguien que le ha disgustado.

La sonrisa se le amplió y continuó plantando.

— Oh, ¿Quién ha dicho que cierta persona me ha disgustado? No, por favor, no me malinterprete. Estoy alabando ciertas cualidades que otros carecen.

— Cualidades que no tienen las plantas.

Se levantó cuando terminó y cogió la cesta vacía que había dejado. Lo miró a sus ojos.

— ¿Se propone usted como candidato a llevarse el título de persona ingrata? No lo iba a hacer, pero si insiste — se encogió de hombros despreocupada —, no lo detendré.

— ¡Qué graciosa! No soy ingrato.

— No lo he dicho.

— Ya... no lo ha dicho.

— No — ¿por qué le seguía dando cuerda? —. Se lo voy a replantear de otra forma. ¿De quién tiene la culpa que se ofende, la persona que lo dice cuando es verdad o del propio ofendido que le da poder y la razón a quien comete la afrenta?

Cuando vio que no le respondía, y que claramente, le había ofendido, se fue. Pero la sujetó del brazo. Esta vez no la atrajo hacia su cuerpo; un rubor se adueñó de sus mejillas.

¿Qué había esperado?

— Espere, tiene la cara manchada.

¡Oh! Se sintió más avergonzada que nunca.

— No es verdad — se reprimió el gesto de llevarse una mano a la cara sin acordarse de que llevaban los guantes.

— Estese quieta. No tengo la tendencia a mentir, aunque no me crea — sacó un pañuelo de lino y blanco y, antes de que pudiera detenerle, notó su toque y la tela suave de su pañuelo —. ¿Lo ve?

Tuvo que morderse la lengua porque era cierto; se había manchado de tierra.

— No se ofende el que no quiere, ¿no?

El muy arrogante le había devuelto sus palabras y se había vuelto en su contra.

— Tendré cuidado — tuvo que reconocer que lo estaba haciendo, sin hacer mucha presión y con delicadeza.

Lo malo era que estaba muy cerca y le costó trabajo respirar. Debió haber escapado cuando había podido. Pero no lo hizo. Inconsciente, bajó los párpados, para no mirarlo.

"Ojos que no ven, corazón que no siente".

Vaya mentira, porque lo sentía más que nunca.

Contó ovejitas para no perder la compostura. Cuando obtuvo diez ovejitas, le preguntó impaciente:

— ¿Ha acabado?

— No, estese quieta — le volvió a recordar.

Se contuvo en resoplar y dar un zapatazo al suelo como una cría chica.

— Está bien — aceptó a regañadientes —. Dese prisa.

Notó su sonrisa, paralizándole el corazón y volviendo este a resucitar.

— Está disfrutando con su venganza, ¿verdad?

— No sabe cuánto — Ariadne intentó no perder los estribos —. Pero debe reconocer que no puede ir así con la cara manchada y que la vean todos los criados. ¿Qué pensarían de la nueva marquesa que no se preocupa por su imagen y estar decente?

— Sí, muy gentil de su parte al recordármelo — abrió por fin los ojos y esperó su respuesta —. ¿Ya?

Highwood carraspeó gravemente y asintió. Se le había desaparecido su sonrisa.

— Aunque aún... — hasta la voz se le había enronquecido, pero ella desesperada por acabar aquello no se dio cuenta.

— No — gimoteó audiblemente —, no puede ser. ¿Ahora dónde? — ella misma le quitó el pañuelo y se iba a limpiar aunque no tuviera un espejo delante para verse cuando vio un deje de diversión en sus ojos—. ¡Me está mintiendo!

No le tiró el pañuelo porque no iba a tener el efecto que había querido, e hizo el ademán de irse.

¡Era cierto! ¡Se estaba riéndose de ella!

Iba a irse, lo juró, pero su marido no pensó en lo mismo, cogiéndola de su cintura y encerrándola con sus brazos.

La cesta cayó. 

Y el pañuelo, también.

— No se enfade, no fue mi intención.

— Y los cerdos vuelan — creyéndole bien... poco o nada —. Suélteme.

— ¿Nunca le han dicho que no debe fiarse de la palabra de un caballero?

— Ah, no sabía que tenía delante un caballero — dijo sarcástica y apartó la cara, ya que no podía apartarlo, ni que la soltara —. Luego me pregunta si prefiero la compañía de las flores. Por supuesto que las prefiero mil veces, y con los ojos cerrados.

— Una lástima.

No debió haber preguntado. 

— ¿Por qué? 

— Porque sus queridas y maravillosas flores  — contuvo el aliento cuando notó sus dedos rodear su mandíbula — no pueden hacerle esto. 

Fue en ese instante cuando se lo demostró. 

Porque no soy ella (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora