Capítulo 18

2.1K 326 10
                                    

En las bodas era costumbre de que hubiera alguien llorando.


No creía que el día tan temido hubiera llegado, pero sí llegó con una mañana igualmente grisácea que las demás. No había atisbo de sol, ni un rayito tímido que saludara tras las nubes grises. Precisamente, estando como en una nube, no fue consciente de cuando la prepararon, la bañaron y la vistieron para el momento esperado, no para ella, que sintió los nervios anudarse en su estómago. Quizás, por ese estado tan caótico no prestó atención a los detalles, el cierre del vestido, el velo, los guantes y el ramo. No prestó atención a su reflejo que creyó que era el de una desconocida cuando se miró. Tampoco se fijó cuando abandonó su habitación dirigiéndose hacia la iglesia. El padrino, un amigo amable del marqués, lord Fraser se dispuso a acompañarla, ocupando el lugar que habría ocupado su padre si este hubiera seguido vivo.

No hubo retraso en el trayecto hacia la iglesia, ni aunque lloviera, iba a impedir casarse. Michael, se habría asegurado de ello como tantas promesas dijo. Aún su última conversación navegaba por su mente, siendo quizás que él se tomara en serio su papel de marido. Una posibilidad que no estaba segura de querer averiguar, pero que lo descubriría pronto porque iba a ser su esposa en cuanto llegara el altar y si nadie impedía la ceremonia.

Entraron en la iglesia, con los coros cantando y elevando sus dulces voces al cielo mientras parecía llenar de armonía la casa de Dios.  Lord Fraser entregó a la novia como correspondía, acercándola a quien iba a ser marido, su esposo y el padre de sus hijos. Lo miró tras del velo y tuvo que reconocer a regañadientes que estaba impresionable. Decir "atractivo" se habría quedado corta, y apartó la mirada antes de que él se percatara de su escrutinio. 

¿Estaba mal de su parte rezar para que alguien irrumpiera y dijera una razón factible para que la boda no continuara? No fue así ya que cuando el pastor preguntó si alguien se interponía en el enlace, no hubo ningún detractor que gritara y la parase. Continuó y los proclamó marido y mujer, uniendo su vida a la de él, definitivamente. Dando sus derechos a él. Los aplausos ensordecieron sus oídos y sus latidos cuando el marqués desnudó su rostro y le depositó el beso que le correspondía dar. Fue breve, pero que notó sus labios sobre los suyos, cubriéndolos y alterándole la respiración.

 Un segundo que duró pero que los marcó y  ya cuando se apartó la realidad la abofeteó. Lo observó como ofrecerle el brazo para que se lo aceptara. Notó su mirada sobre ella; debía aceptarlo. Debía fingir su papel. Debía ser su esposa y ser la marquesa Highwood. Avanzaron por el pasillo, asintiendo y saludado a los invitados que más tarde los vería en la fiesta. Una fiesta que esperase que no terminase.

***

Por desgracia, al parecía ser que el día no estaba por la labor de cumplirle con sus deseos y la fiesta terminó antes de lo deseado o no se acordó mucho. Entre ocuparse de los invitados, dedicarles unas palabras de cortesía y una sonrisa, y fingir una felicidad que no sentía, la agotaron. Ni siquiera se fijó en si hubo algún invitado indeseado; trató el mayor tiempo de distraerse, de beber alguna copa que otra, subiéndole el licor por la cabeza y manteniéndola en esa nube que no quería bajar. Incluso, no se opuso cuando le tocó iniciar el vals junto con su esposo, que la sujetó bien para que no se cayera o se tropezara. 

— Ha bebido demasiado.

¿La estaba regañando? 

Soltó una risa cantarina que, gracias a la música, no la oyeron muchos que empezaron a unirse al baile. Pronto hubo más parejas que bailaron con gracia y elegancia. Excepto, el marqués. La cara de su esposo estaba para enmarcarla; era un poema.

— No ha sido así — bajó la voz para susurrarle —. Dicen que al beber, desahogas las penas. No las he desahogado ni un poquito.

— Lamento oírlo — apretando los labios en una línea fina.

¿Estaba gracioso? Enfocó más la mirada para verlo mejor.

— ¿Lo lamenta, también? Entonces, bebe. Así, se le quitará la cara de amargado.

De repente, el baile se acabó porque el marqués, sin disculparse, la cogió de la mano y la sacó del salón. Quiso pedirle que fuera más despacio, pero no lo fue. Ni se detuvo. El aire le salió de los pulmones cuando la apoyó contra la pared, lejos del gentío, y él se cernió como una sombra intimidante sobre ella.

— ¿Cree que con decir que tengo la cara de amargado es una bonita forma de dirigirse a su marido?

Ariadne hizo un mohín y lo miró enfurruñada; el alcohol tenía la culpa, y la tenía el hombre que no la dejaba en paz desde que regresó a su vida. 

— No, como tampoco la suya de increparme — le empujó para que se apartara, ¿pero se movió un centímetro? Pues no, el hombre estaba bien firme, bien ofendido —. No sabía que tuviera la piel delicada para las palabras. Solo le he animado a que bebiera y fuera más feliz. ¡Es nuestra boda!

— No me está haciendo ninguna pizca de gracia, Ariadne — cobijó su mejilla gentilmente contrastando con la frialdad de su tono —. Si fuera por mí, estaría bañada de agua fría; y a ver si de una vez, me respetara.

Envalentonada, se acercó a él, viendo con claridad los puntos dorados de su iris verde y su pupila tan negra. El corazón tronó en sus oídos.

— Hazlo y acabará igual bañado de agua o peor que yo. 

Su sonrisa la desarmó y la desorientó, menos mal que aún tenía un punto de apoyo. 

— Me gustaría verlo — notó su dedo tocando su labio inferior, un nudo diferente al de la mañana se abrió en sus entrañas —. A ver quién perdería antes.

— ¡Ariadne! — Susan apareció, haciéndoles dar un respingo —. Te estaba buscando, es la hora de echar el ramo. 

— Estábamos hablando, Susan — le dijo Michael huraño, poco amable por haberlos interrumpido. 

— Te la robo un momento, luego podrá ser tuya — las orejas de Ariadne le ardieron, seguramente Susan no lo había pensado en ese sentido —. Además, la tendrás todo el tiempo que quieras; no seas egoísta. 

— Está bien — cedió y se le vio contrito consigo mismo —. Cuídamela. 

Fue él, el primero que salió aunque no regresó de inmediato al salón.

— ¿Qué le ocurre?

Ariadne negó con la cabeza, porque ella tampoco sabía la respuesta. Le había entrado el bajón, y ahora quería llorar. 

— Vamos; tengo que echar el ramo. Quiero acabar esto cuanto antes. 


Porque no soy ella (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora